La lluvia golpeaba el techo como si alguien intentara recordarle algo que ya quería olvidar. Había sido un día largo. El tráfico, el jefe, el bus lleno, el calor. Pero nada de eso importaba realmente. No hoy. Hoy tenía algo especial entre manos.
Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño sobre transparente. Dentro, protegidas con mimo, estaban las dos nuevas estampitas que había comprado con el vuelto del almuerzo: una edición con borde plateado y otra floral, casi idéntica a la que una vez le regaló su amiga en el parque, cuando eran niños.
Había esperado todo el día para este momento. Cruzó la puerta del departamento con una sonrisa leve, casi imperceptible, pero sincera.
—¿Ya llegaste? —preguntó su novia desde el sillón sin apartar la vista de la serie que estaba viendo. Tenía los pies sobre la mesa, y en su mano una gaseosa a medio terminar.
—Sí, amor… —respondió él, mientras se quitaba los zapatos. Buscó con la mirada su álbum. Siempre lo dejaba en el segundo cajón del mueble, bajo la tele.
Pero no estaba.
Revisó el primer cajón. Nada.
El tercero. Vacío.
El estómago se le apretó. Caminó hacia el rincón donde a veces lo dejaba cuando llegaba apurado. Tampoco. Finalmente fue a la cocina, abrió la puerta del tacho de basura, y ahí lo encontró: su álbum, aplastado entre cáscaras de plátano y un paquete vacío de papas fritas.
El corazón le cayó al suelo antes que el álbum.
Lo sacó con cuidado, con las manos temblorosas. Estaba manchado. Varias estampitas estaban sueltas, dobladas, otras directamente ya no estaban.
—¿Qué… qué pasó con esto?
—¿Eso? Lo boté. Ocupaba espacio. Y estaba lleno de papelitos viejos —dijo ella, sin siquiera mirarlo.
—Pero… te dije que era importante para mí.
—¿En serio? ¿Eso? Eres un adulto, no un niño.
Él no respondió. No tenía palabras. Solo abrazó el álbum como si pudiera salvar algo.
Volvió a su cuarto, cerró la puerta sin hacer ruido. Se sentó en la cama, encendió la lámpara de escritorio y revisó el daño.
La estampita de borde dorado, la de su infancia, no estaba.
Las nuevas seguían en su sobre. No tuvo ganas de añadirlas.
Apoyó la cabeza contra la pared. Afuera, la lluvia seguía cayendo, como si quisiera hacerle compañía.
No lloró.
Pero una parte de él se quebró muy despacio, casi con elegancia.
Como quien sabe que algo importante se ha perdido… y que nadie más lo notará.