No desayunó al día siguiente.
Tampoco dijo mucho al salir. Su novia seguía dormida, envuelta entre mantas y notificaciones. Cerró la puerta con cuidado, como si el ruido pudiera alterar la poca calma que le quedaba.
Caminó sin rumbo claro durante una hora. Pasó por calles viejas, por avenidas que ya no le decían nada, hasta que sus pies decidieron por él.
Cuando levantó la vista, estaba frente a ese parque de su infancia.
Y frente al parque, la vieja casita de la abuela de su amiga. La misma donde ella vivía ahora.
La reja seguía chirriando igual. Las macetas estaban mejor cuidadas que en su propio balcón. Tocó la campanita con cierta vergüenza. No había avisado. No sabía si debía hacerlo.
Pero la puerta se abrió en menos de diez segundos.
—¿Tú? —dijo ella, sorprendida—. ¿Estás bien?
Él no respondió enseguida. La miró, y solo eso ya bastó para que ella entendiera.
—Pasa, anda. Te preparé café aunque no sabía que vendrías.
La cocina olía a pan recién hecho. Y a hogar.
Se sentaron en silencio. Él sostuvo la taza como si fuera una promesa de algo mejor. Ella lo observaba con esos ojos que no necesitaban muchas preguntas.
—¿Te acuerdas de la estampita dorada? —preguntó él, casi en un susurro.
Ella asintió.
—Mi novia la botó. El álbum entero. Lo encontré en la basura.
El gesto de ella cambió. No con rabia, sino con una tristeza silenciosa, como si también le doliera.
—Sabía que algún día pasaría algo así —dijo por fin—. Siempre la vi un poco distante contigo. Como si no entendiera lo que a ti te hace… tú.
Él no supo qué responder. Pero agradeció que alguien, al menos, lo notara.
Ella se levantó y fue al pequeño estante que tenía junto a la cocina. Abrió una caja de lata, de esas que solían guardar hilos o botones. Sacó una estampita.
—No es la misma. Pero es parecida. Esta era de mi bisabuela. La guardé por si acaso un día... volvías a necesitar algo que te recordara quién eres.
Él la tomó con manos temblorosas. No lloró. No aún.
—Gracias…
—No tienes que agradecerme por cuidarte.
Esa tarde no regresó a casa. Se quedó en el sofá de ella. Jugaron cartas. Vieron una película sin prestarle atención. Y cuando oscureció, ella le ofreció quedarse.
Dormir en el cuarto de huéspedes nunca se sintió tan como en casa.
Y por primera vez en semanas, durmió profundamente… con la estampita bajo la almohada.