Capítulo 5

El taxi lo dejó en la esquina, como siempre.

Era tarde, pero las luces del porche seguían encendidas. El jardín olía a jazmín, y una canción suave sonaba desde alguna ventana abierta. La casa de su amiga era una burbuja que parecía resistirse al mundo.

Se quedó un instante frente a la reja, dudando. No porque no quisiera entrar, sino porque algo en su pecho aún cargaba restos de una vida que no era suya.

Respiró hondo.

Cruzó el pequeño camino de piedra. Subió los tres escalones. Tocó la puerta.

No tuvo que esperar mucho.

Ella apareció con una bata ligera, con el cabello algo alborotado y cara de sueño, pero sonrió en cuanto lo vio.

—¿Estás bien?

—Sí —respondió él—. Por primera vez en mucho tiempo, creo que sí.

Ella no preguntó nada más. Solo se hizo a un lado y le abrió la puerta, como si ya lo estuviera esperando desde siempre.

Entró. Se quitó la mochila. El aire olía a pan con mantequilla. Y a seguridad.

En el sofá, sobre una mesa baja, vio el álbum viejo. El suyo. Limpio. Reconstruido con cinta adhesiva, con algunas hojas nuevas. Y en el centro, bajo un plástico reluciente, la estampita dorada.

—¿La arreglaste?

—Hice lo que pude. Me pareció injusto que algo tan valioso terminara en la basura.

Él se acercó. Pasó los dedos por las páginas. Le temblaban un poco, pero no por nervios… sino por alivio.

Se giró hacia ella.

—Gracias por recordarme quién era.

Ella lo miró, esta vez con un brillo distinto en los ojos.

—Nunca lo olvidaste. Solo te rodeaste de personas que no lo veían.

El silencio fue cómodo. Honesto. Él se sentó a su lado. No se dijeron más. No hacía falta.

Afuera, la ciudad seguía su ruido. Pero en esa sala, entre estampitas y miradas viejas que por fin se encontraban, él entendió algo:

No todos los amores empiezan con fuegos artificiales.

Algunos nacen entre risas de infancia, juegos en el parque…
Y una estampita que alguien decidió conservar.

FIN