El hospital tenía un aroma a desinfectante caro y café olvidado. Valentina avanzaba con los planos enrollados bajo el brazo, intentando que sus tacones no resonaran como una marcha militar en los pasillos de mármol. Varias veces a la semana tendría que pasar por esos pasillos.
—Tercer piso, ala norte —se recordó en voz baja, consultando el mensaje en su celular.
Era su segundo día de revisión en el área que remodelaría. Un proyecto pequeño, nada impresionante: rediseñar un consultorio para pacientes crónicos, ajustar la iluminación, optimizar el espacio para equipos médicos. Pero aun así, se lo tomaba con pasión. Como siempre.
Cuando se detuvo frente al consultorio 315, su mirada se alzó apenas un segundo… y lo vio.
De pie junto a la ventana, con el estetoscopio colgando en su cuello y un gesto de concentración como si el mundo estuviera contenido en una carpeta clínica, estaba él.
Elías Navarro.
Al principio, lo notó por accidente. Pero bastó un segundo.
Había algo en él: su postura, su expresión serena, sus ojos claros y ausentes, como si habitara una habitación interna a la que nadie tenía llave.
Valentina sintió ese chispazo tonto, ese que no se siente a los treinta con la misma fe ciega de los veinte… pero que todavía puede prender fuego.
Él levantó la mirada. Ella se paralizó.
Pero no hubo sonrisa. Ni gesto. Ni siquiera curiosidad.
Solo un movimiento breve de cabeza, como quien asiente ante una interrupción innecesaria.
—Permiso —dijo él, cortés pero impersonal, mientras salía del consultorio.
Y fue eso.
Ese instante absurdo, él ni siquiera la había reconocido, aunque no había mucho que reconocer, ella era un seguidor más en Instagram desde la universidad, y no es como que él revisara uno a uno de los miles de seguidores que tenía, ¿o sí?
Pasó el resto del día inventando excusas para cruzarse con él. No funcionó.
Pasó la noche revisando su perfil en Instagram, pero él rara vez añadía algo. Nada más que un par de fotografías en donde salía igual de inexpresivo.
Pasó la semana armando estrategias que no tenían sentido alguno.
Cuando se lo confesó a su mejor amiga, esta rio con una mezcla de ternura y juicio:
—¿Estás otra vez proyectando un romance desde la distancia como si fueras Netflix?
—Natalia… ya sabes que me gusta desde que lo conocí…
Le dijo a la rubia que la miraba con esa mirada tierna y cómplice.
—Amiga, soy honesta contigo, no quiero que te sigas ilusionando con él, ¿Cuánto llevas con eso?, ¿cinco o seis años?
—Natalia… —habló en voz calmada.
Valentina se dejó caer a su lado en el sofá, colocando su cabeza en el regazo de su mejor amiga mientras tenían su conversación en medio de una comedia romántica que había dejado de ser interesante hace un rato.
—Valentina —respondió ella dándole un suave golpe en el brazo.
—Ya perdí la cuenta, son creo que seis años, pero ya no te burles —repitió Valentina, cerrando los ojos con un suspiro resignado.
—No me burlo —dijo Natalia, acariciándole el cabello con una dulzura automática—. Solo me preocupo por ti. Lo ves como un tipo inalcanzable y, al final, eso es lo que más te atrae.
—No es eso…
—¿No? —la interrumpió, levantando una ceja—. A ver, ¿cuántas veces te ha hablado? ¿Dos? ¿Tres?
Valentina abrió los ojos, mirando hacia el techo, como si ahí pudiera encontrar una mejor versión de la historia.
Elías tenía algo que le costaba definir: esa calma melancólica, ese misterio que no se fabricaba. No era su belleza lo que la atraía. Era la forma en que parecía no necesitar ser visto.
Y eso, para Valentina, lo hacía irresistible.
—Cinco. Si cuentas los buenos días, las veces que me dio el paso en el estacionamiento, y esa vez que me devolvió un portaminas que ni siquiera era mío. Y sin contar cuando estábamos en la universidad.
—Woooow. Definitivamente material para una miniserie de ocho capítulos —soltó Natalia con sarcasmo teatral.
Valentina bufó, riéndose pese a sí misma. Porque lo sabía. Sabía que todo era una ilusión perfectamente armada por su cabeza: los silencios, los gestos que reinterpretaba, los posibles “y si” que convertía en certezas emocionales.
—No quiero enamorarme de alguien que no me mira, lo juro —dijo, levantándose para alcanzar el vaso de vino en la mesa—. Pero hay algo en él… no sé. Es como mirar un edificio abandonado con historia. Tiene esa calma que grita cosas desde adentro.
—Val, eres arquitecta, no poeta frustrada. Y por favor, deja de comparar a los hombres con edificios viejos, que luego te rompes sola intentando restaurarlos.
—Es que hay algo poético en eso… —murmuró, acariciando el borde del vaso con los dedos—. En imaginar qué hubo antes. Qué quedó sin terminar.
Natalia se quedó en silencio un momento. Luego suspiró.
—Solo prométeme algo: si esta vez vas a intentar acercarte, que no sea quedándote estancada en una fantasía. Haz algo real. Habla. Acércate. Haz que te vea de verdad, o suéltalo de una vez.
Valentina asintió lentamente. Sabía que tenía razón. No podía seguir construyendo castillos con planos imaginarios.
O lo derrumbaba todo, o por fin tocaba la puerta.
—Está bien —dijo, apurando el último trago de vino—. Voy a buscar la forma… y esta vez, no solo desde lejos.
Se dio ánimos a sí misma, una y otra vez a lo largo de la semana, pero sus nervios terminaban en su contra.
💟
Valentina caminaba por los pasillos del hospital hacia la salida, cansada de no haber logrado ningún avance.
Había pasado tres días elaborando una excusa profesional para escribirle un mensaje por Instagram, pésima idea desde que le paso por la mente, pero aun así no descartaba la idea.
Borró cada intento, porque sin duda, el siguiente era más absurdo y patético que el anterior.
Elías no era cliente. No necesitaba planos. No tenía ningún proyecto con ella. Y forzar una conversación con un pretexto absurdo la hacía sentirse… torpe.
Peor aún: visible, en el peor sentido.