Valentina llegó diez minutos antes, como siempre que tenía un horario.
El lugar era, en efecto, difícil de encontrar: una cafetería pequeña, escondida entre una tienda de libros antiguos y una florería que apenas se mantenía en pie. No tenía letrero, solo una puerta de madera con pintura azul desgastada y un farol colgando. Si no fuera por la ubicación exacta que Elías Duarte le había enviado, habría pensado que era un error.
Entró con cautela, como quien atraviesa un pasadizo secreto. El aroma a café recién molido y pan horneado la envolvió de inmediato. Era acogedor, con muebles de madera oscura, estanterías con plantas colgantes y un ventanal que dejaba entrar la luz de la tarde. No era moderno. Era... íntimo.
Y ahí estaba él. Elías Duarte.
Sentado en una mesa junto a la ventana, con un café en la mano y una libreta abierta frente a él. Llevaba una camisa blanca arremangada y el cabello revuelto de alguien que no se había mirado al espejo más de una vez, pero aun así, le sentaba bastante bien.
Le sonrió en cuanto la vio.
—Llegaste antes de lo que imaginé. —Habló con una voz suave y profunda.
—Y tú más puntual de lo que creí —respondió ella, quitándose el abrigo—. Pensé que esto iba a ser una especie de test de paciencia.
—Lo consideré. Pero luego pensé que la vida ya da demasiadas pruebas. Y preferí café.
La conversación fluyó como si no fuera la primera vez.
Hablaron de arquitectura y medicina, de lo frustrante que era leer planos mal hechos o escribir informes eternos. Rieron. Mucho. Sobre todo cuando ella le confesó que una vez se perdió en una obra porque olvidó qué lado del plano era norte.
—¿No deberías saber eso? —preguntó él, con una ceja levantada.
—Te recuerdo que tú dijiste que odiabas los lunes y las guardias nocturnas. ¿Y no eres médico?
La charla se volvió más personal con el paso de los minutos. Sin darse cuenta, ya llevaban casi dos horas hablando.
—¿Y por qué arquitectura? —preguntó él, jugando con la cucharita de su café vacío.
Valentina se tensó ligeramente ante la pregunta, y no es que no tuviera una respuesta ensayada, pues estaba acostumbrada, sino que no le gustaba la idea de responder, porque siempre optaba por la manera sencilla de decirlo y no la real.
—Porque de niña me gustaba construir cosas con bloques, y porque de adulta... quise construir algo que no se viniera abajo cuando la gente se fuera.
—Eso fue profundo.
—Fue honesto. — «a medias».
Elías la miró en silencio por unos segundos. No era esa mirada superficial que a veces encontraba en Azar, ni la neutralidad con la que el otro Elías la había ignorado siempre.
Era una mirada que... veía.
—¿Y tú? ¿Por qué medicina?
—Porque me costaba hablar. Pero entendí que ayudar era otra forma de decir algo. De conectar.
Una pausa. Larga.
No incómoda.
Valentina desvió la vista hacia la calle. Y entonces lo vio.
Del otro lado del ventanal, caminando entre la gente, estaba Elías Navarro.
El primer Elías.
El de siempre.
Pasó junto a la cafetería sin mirar hacia adentro, hablando con alguien por teléfono.
Valentina contuvo el aliento.
Era absurdo.
Era casualidad.
Pero por un segundo, el corazón volvió a tropezar.
—¿Todo bien? —preguntó Elías, notando el gesto fugaz en su rostro.
Valentina volvió a mirarlo, parpadeando.
—Sí. Solo... me distraje un segundo.
Él asintió, no presionó.
Y eso también le gustó.
Una hora después, los dos salieron del café, era viernes, y no había más pendientes, así que solo caminaban por la acera hasta el auto de Valentina.
La tarde se había vuelto azul oscuro, ese instante casi mágico en que el día se rinde ante la noche sin pelear. Las farolas comenzaban a encenderse, y las sombras de los árboles bailaban sobre el pavimento. Caminaban despacio, sin prisa, como si quisieran prolongar cada paso antes de la despedida.
—¿Sueles salir así, sin rumbo, los viernes? —preguntó él, con las manos en los bolsillos y la voz baja.
—No. Antes, mis viernes eran vino, sofá y excusas para no salir. Ahora… —hizo una pausa, girando un poco la cabeza para mirarlo— me estoy dejando sorprender.
Él sonrió, sin responder.
Valentina detuvo el paso frente al auto. Sacó las llaves del bolso, pero no abrió de inmediato.
—¿Sabes qué pensé cuando te vi por primera vez en la app? —preguntó ella, sin mirarlo directamente.
—¿Que era una broma del universo? —respondió él, medio en serio, medio en juego.
Ella rio, pero negó con la cabeza.
—Pensé: ojalá no me guste demasiado.
Elías no respondió al instante. La miró, como si supiera que no debía tomar esa frase a la ligera.
—¿Y? —dijo por fin—. ¿Te estás convenciendo de que no?
Valentina levantó la mirada, con una sonrisa en sus labios y comenzó a bromear con él.
—Estoy haciendo lo posible, ¿sabes? —respondió ella con una sonrisa ladeada—. Pero eres muy persistente. Y amable. Y tienes esa voz de locutor de madrugada que no ayuda en nada.
Elías rio, divertido.
—¿Voz de locutor? Bueno, ese es un cumplido inesperado.
—No te emociones —bromeó Valentina—. También tengo mis sospechas de que usas esa sonrisa para manipular gente.
—Solo a veces.
Volvieron a reír, esta vez con más ligereza, como si la broma compartida tejiera algo silencioso entre los dos. No era solo coqueteo. Había una especie de juego cálido, donde ninguno intentaba esconder lo que sentía.
El silencio que siguió no fue incómodo. Era de esos silencios donde ya no hace falta llenar el espacio. Afuera, las luces de la ciudad titilaban a lo lejos, y adentro, Valentina sentía algo que no recordaba desde hacía tiempo: calma.
Él se acercó apenas un paso más. No invadió su espacio, pero estuvo cerca. Casi rozándola.
Ella asintió. No sabía si quería besarlo. No sabía si era lo correcto.
Pero sí sabía que no quería irse todavía.