Lo Que Hay entre líneas

Capítulo 10

Natalia y Valentina conversaban, contando lo sucedido, reflexionando, olvidando, y creando nuevos recuerdos. A veces eso era lo que necesitaban, salir del ajetreo de la realidad que las seguía día con día.

La música se escuchaba aun en la pequeña bocina, mientras las dos se relajaban.

Después de una cena improvisada de quesos, pan y fruta, Valentina y Natalia se tumbaron sobre una manta en la arena, viendo cómo el cielo pasaba de dorado a un azul profundo, tachonado de estrellas. Las luces de las casas vecinas brillaban a lo lejos, pero ellas estaban en su propio mundo, aisladas por voluntad, abrazadas por el murmullo constante del mar.

—¿Te das cuenta de que lo estamos logrando? —dijo Natalia en voz baja, con la mirada fija en el cielo.

—¿El qué?

—Desde que salimos de la universidad, parce que no hemos avanzado mucho, pero ya no estamos en el mismo lugar que antes… tenemos nuestro propio despacho, salimos sin depender de alguien… somos nosotras. Sin pedir perdón por lo que sentimos, lo que hacemos o por no saber aún qué hacer con todo eso.

—Y eso ya es un montón, ¿no? —respondió Valentina, cerrando los ojos por un momento mientras el viento le acariciaba el rostro—. A veces siento que todo el mundo corre y yo solo camino… pero al menos sé hacia dónde no quiero volver.

Natalia asintió, sin necesidad de mirar.

—La trampa es pensar que todos avanzan al mismo ritmo. O que hay un ritmo correcto. Pero si te das cuenta, lo importante es no quedarse en lugares que ya no nos caben.

—Como esos trabajos donde nos apagábamos poco a poco —murmuró Valentina, volviendo la vista al cielo—. O esas relaciones donde teníamos que encogernos para que el otro no se sintiera intimidado.

—¿Sabes qué creo? —dijo Natalia, girando hacia ella con una media sonrisa—. Que a veces lo más valiente no es irse… es quedarse contigo misma, incluso cuando no tienes ni idea de quién estás siendo.

Valentina soltó una pequeña risa, de esas que duelen bonito.

—Y yo aquí, pensando que solo me hacía falta una copa de vino y una mejor amiga para entender todo eso.

—A veces lo complicado se entiende mejor con música de fondo y los pies llenos de arena con una buena compañía.

Se quedaron en silencio, acompañadas por el suave rumor de las olas y una canción.

Y en ese instante, en esa noche imperfectamente simple, Valentina entendió algo que no venía en libros ni en mensajes no enviados: que estaba creciendo. No como lo imaginó, no como lo había planeado. Pero sí, creciendo. A su manera.

—¿Prometes que vamos a hacer esto más seguido? —preguntó Valentina, girando el rostro hacia su amiga.

—Solo si tú prometes que no te vas a sabotear cada vez que algo bueno empiece a pasar —dijo Natalia, apuntándola con un dedo acusador y una sonrisa cómplice.

—Trato hecho —respondió Valentina, extendiendo su mano en el aire como un pacto silencioso.

Y allí, en medio del cielo abierto, las risas suaves y una noche que ya se sentía inolvidable, sellaron el momento que no necesitaba respuestas. Solo presencia.

Al caer la noche, las dos se fueron a sus habitaciones. Valentina se quedó observando por la ventana, mientras las luces apagadas permitían la entrada de la luz de la luna. Las olas se mecían con calma, al igual que la brisa fresca, hasta que el sonido peculiar de una notificación en su teléfono la hizo salir de esa concentración que había creado.

Alzó el teléfono con cierta pereza, esperando algún meme de Natalia o una notificación sin importancia. Pero no. Era un mensaje de Elías.

Elías Duarte: “¿Ya llegaste? Espero que el mar te dé un poco de paz. Y si ves una estrella fugaz… pide un deseo, por mí.”

Valentina sintió un nudo inesperado en el pecho. No por el mensaje en sí —dulce, atento, como era él— sino por lo que le provocaba. Una mezcla de ternura, culpa y esa punzada sutil que había tratado de ignorar.

Porque este Elías era bueno. Bueno en serio. Y ahí estaba ella, en la playa, tratando de entender si sentía algo verdadero o solo estaba llenando el espacio vacío que otra persona había dejado.

Volvió la vista a la ventana, el celular aún en la mano. Las olas seguían ahí, como recordándole que todo tiene su propio ritmo. Pero su mente ya no estaba tan tranquila. El rostro del otro Elías apareció sin querer, como una sombra entre pensamientos.

“¿Y si estoy usándolo solo para llenar un vacío?” se preguntó, por primera vez con claridad brutal.
“¿Y si, sin querer, estoy convirtiendo a alguien en puente para llegar a donde ni siquiera sé si quiero estar?”

Se dejó caer lentamente sobre la cama, el celular ahora boca abajo sobre la colcha. El mensaje de Elías no era una declaración ni una exigencia, pero pesaba más que cualquier reclamo.

Cerró los ojos, intentando ordenar las emociones que le bailaban en el pecho. Pero todo lo que sintió fue eso: una especie de vértigo suave, como estar parada en medio de dos caminos y no saber cuál pisar sin romper algo.

La noche la envolvía con su calma aparente, pero en el corazón de Valentina, empezaba una pequeña tormenta. Una que no tenía lluvia, pero sí preguntas que dolían.

Valentina volvió a tomar su teléfono, y respondió a Elías.

Valentina: “Llegamos hace unas horas, y lastima, ya pedí el deseo para mi… será para la próxima estrella fugaz que vea.

Volvió a dejar el teléfono a un lado, pero esta vez no cerró los ojos. Se quedó mirando el techo, con una sonrisa que apenas se insinuaba en sus labios, teñida de ironía y de esa sensación incómoda que llega cuando lo que uno dice no es exactamente lo que quiere decir.

Porque si algo sabía Valentina, era que los deseos no siempre se pedían con estrellas fugaces. A veces se pedían en silencio, mientras uno trataba de entender por qué alguien seguía tan presente en los pensamientos, incluso cuando todo parecía en orden con otra persona.




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