Lo Que Hay entre líneas

Capítulo 11

El domingo por la mañana llegó más rápido de lo que parecía. El sol ya no estaba tan abrasador y el aire olía a sal y a algo más… algo que Valentina no supo nombrar de inmediato. Natalia estaba en el mercado del pueblo, negociando postales y collares con caracoles. Valentina prefirió quedarse sola, con un libro que fingía leer y una mente que no lograba callar.

Caminó por la orilla, con los pies descalzos y la falda levantándose con el viento. El mar parecía repetirle algo que no alcanzaba a entender del todo.

Hasta que una voz, desde atrás, la sacó de su concentración.

—¿Te pasa seguido esto de dejarme en visto durante horas?

Valentina giró bruscamente.

Ahí estaba, Elías Duarte, en bermudas beige, camisa blanca remangada y ese cabello que parecía peinado por el viento y el ego.

—¿Tú qué…? ¿Qué estás haciendo aquí?

Él alzó las cejas, divertido.

—Te dije que me debía una estrella fugaz, ¿no?

Ella lo miró en silencio. El corazón le latía tan rápido que casi se sentía ridícula.

—¿Me estás siguiendo? ¿Ahora apareces así como si esto fuera una novela?

—Depende. ¿Te molesta más que sea una novela… o que te guste la escena?

Valentina soltó una risa, incrédula. Se cruzó de brazos, fingiendo desinterés.

—Esto es raro. ¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Tú empezaste con lo de “¿y si me porto mal?”, ¿recuerdas? No pensé que fuera una amenaza vacía.

Ella lo observó un segundo más. El sol le daba en el rostro y su expresión, por un instante, se suavizó.

—No fue una amenaza —respondió finalmente Valentina, bajando un poco la guardia—. Solo... una pregunta peligrosa.

—Y aquí estoy, buscando la respuesta —dijo Elías con una sonrisa ladeada, esa que parecía tener efectos secundarios en su sistema nervioso.

Se quedaron en silencio por unos segundos. El sonido del mar llenaba los espacios entre lo que se decían y lo que evitaban decir. La brisa le movía a ella algunos mechones sueltos de cabello, y a él le revolvía aún más el aire despreocupado con el que siempre llegaba, como si el mundo fuera una anécdota que aún no ha decidido contar.

—¿Vas a decirme como nos encontraste? O quieres que siga creyendo que eres un acosador —preguntó Valentina, dando un paso hacia la arena húmeda.

—No sé si prefiero ser un acosador... o un romántico con buen internet —dijo Elías con una ceja levantada y una expresión tan descarada que casi le resultó enternecedora.

Valentina entrecerró los ojos, intentando mantener la compostura.

—Elías...

—Tranquila, detective. No contraté a nadie. Solo recordé el nombre del restaurante que me dijiste que visitaste ayer, lo ubiqué en el mapa y me arriesgué a que no fuera una escapada demasiado secreta.

Ella lo miró como si evaluara si eso era encantador o alarmante. Tal vez ambas cosas.

—Y justo apareces cuando estoy sola.

—El destino es un tipo con buen timing. O eso quiero pensar. Aunque, si te hace sentir mejor, también compré café por si no me dejabas ni saludar.

Valentina no pudo evitar reír.

—No sabes si eres adorable o peligroso, ¿verdad?

—Lo sé perfectamente. Solo estoy eligiendo qué me conviene ser contigo.

El silencio volvió, pero esta vez fue más cómodo. Caminaban a paso lento, como si el mar marcara el ritmo exacto de su conversación.

—No vine a complicarte —dijo él con un tono más suave, sin mirarla esta vez—. Solo... necesitaba verte. Saber si esto que sentimos en mensajes sigue siendo algo cuando estás a unos centímetros.

Valentina no respondió de inmediato. Miró sus propios pies en la arena, las olas acercándose con suavidad.

—Y... ¿ya lo sabes?

Él se detuvo. Ella también.

—Sí —dijo Elías, mirándola de frente—. Me pasa igual. O peor.

Y ahí estaba otra vez. Ese punto donde las cosas dejaban de ser juego y se volvían vértigo. Pero, por primera vez, Valentina no retrocedió. Solo se quedó ahí, con el corazón latiendo como si algo importante acabara de comenzar.

Valentina lo sostuvo con la mirada, sin moverse, sin decir nada. Elías tampoco insistió. No hizo ningún ademán dramático, no intentó besarla, ni siquiera le tocó la mano. Solo esperó, como si supiera que forzar algo lo arruinaría todo.

—¿Quieres caminar un poco más? —preguntó ella, finalmente.

—Claro, la compañía es agradable —respondió él, sin pensarlo dos veces.

Siguieron avanzando por la orilla. El viento era suave y el sol ya comenzaba a bajar, dorando todo con ese filtro nostálgico que solo las tardes junto al mar pueden lograr.

—¿Y Natalia? —preguntó él de pronto, girando levemente la cabeza hacia ella.

—En el mercado. Probablemente regatee hasta por una piedra si le dicen que tiene “energía ancestral”.

Elías rio.

—Me cae bien, solo por eso.

—Te cae bien porque todavía no te ha analizado —replicó Valentina, sonriendo—. Ella ve todo. Y siempre opina.

—¿Y tú? ¿Qué ves?

Valentina se detuvo. Lo miró de nuevo, con los ojos entrecerrados por el sol, pero esta vez sin barreras.

—Veo… —hizo una pausa breve, sin saber si terminar la frase.

—¿Ves…? —insistió él, dando un paso más cerca.

—Veo a alguien que me hace olvidar por un momento que estoy hecha un desastre emocional —dijo finalmente Valentina, con una sonrisa apenas perceptible, como si temiera que al decirlo en voz alta, todo se volviera demasiado real.

Elías no respondió de inmediato. Solo la observó con una mezcla de ternura y respeto, como si comprendiera que esa frase era más un susurro que una confesión. Más una grieta que una puerta abierta.

—Eso no me asusta —dijo al fin—. He conocido muchos desastres. Pero pocos que me den ganas de quedarme a ver cómo florecen.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue ese tipo de pausa que parece necesaria. Como cuando una canción se detiene justo antes del último estribillo.

Siguieron caminando, esta vez más lento. Valentina se fijó en cómo sus pasos dejaban huellas en la arena, una al lado de la otra. Nada perfectamente simétrico, pero sincronizado de algún modo.




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