Los silencios pesan más que los gritos, y los olores amargos sellan el inicio de una sumisión sin retorno
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Tal como dijo Alexander me quedé dormida sin darle más vueltas a lo que dijo y a su salida ya que solía reunirse con sus compañeros a relajarse y yo se lo aceptaba, el cuidaba bien de mi merecía despejarse un poco del trabajo. Me fui a acostar a eso de las 11:30pm hasta que un crujido suave en la puerta me arrancó de ese sueño pesado.
Sentí el colchón hundirse detrás de mí y una corriente fría recorrió mi espalda. Abrí los ojos apenas, confundida, y vi el reloj digital sobre la mesa:
2:30 a. m.
— ¿Alexander? —murmuré, aún adormecida.
Él no encendió la luz.
Solo se deslizó bajo las sábanas, con la misma ropa que llevaba puesta por la tarde. Olía ligeramente a alcohol... no demasiado, solo lo suficiente para delatar una noche larga.
—Estaba con los chicos —dijo, apoyando la frente en mi nuca mientras me giraba con suavidad para que le diera la espalda—. Conversando, bebiendo... el tiempo se fue volando. No tienes nada de qué preocuparte. Duerme.
Sus palabras parecían un arrullo
Lo sentí acomodarse detrás de mí, pasando un brazo pesado por mi cintura. Su respiración empezó a hacerse lenta, profunda, tranquila.
Yo cerré los ojos...
y traté de no pensar demasiado en lo que había dicho.
Ni en por qué sentí que había algo extraño en su voz.
Pronto, caí de nuevo en el sueño.
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Corría.
No sabía hacia dónde.
El mundo era una masa negra sin forma.
No había horizonte.
No había piso.
Solo sombras... y risas detrás de mí. Risas y gritos, como si docenas de voces estuvieran disputándose cuál me alcanzaría primero.
Mis piernas se movían sin dirección, sin control.
—¡No! —grité entre la oscuridad.
Pero el eco me devolvió la voz deformada, partida en varias.
De pronto choqué contra una pared fría, húmeda, surgida de la nada.
Busqué una salida.
No había ninguna.
Las sombras comenzaron a rodearme. Borrosas, sin rostro. Solo siluetas vibrantes, distorsionadas, como si fueran hechas de humo vivo.
Intenté golpear, empujar, patalear.
Mis manos atravesaban cuerpos que parecían sólidos un segundo... y etéreos al siguiente.
—¡Aléjense! ¡Déjenme! —grité, sintiendo el terror aferrarse a mis costillas.
Entonces, entre ellas, una figura se abrió paso.
Su presencia era distinta.
No era ruido.
No era burla.
Era... algo más quieto.
Más profundo.
—Tranquilízate —dijo con una voz apagada, como si hablara desde un pozo—. Todo va a estar bien.
—No quiero —sollocé, retrocediendo hasta que mi espalda chocó otra vez con la pared inexistente—. Ya no quiero... por favor... por favor...
La figura inclinó la cabeza, y por un instante vi una sonrisa triste, casi compasiva, en esa marea borrosa que hacía de rostro.
—No puedo —susurró—. No puedo....... No voy a permitirlo.
Hizo un gesto apenas perceptible.
Las otras sombras avanzaron de inmediato.
Me sujetaron. Brazos densos como hierro, invisibles pero reales, se cerraron alrededor de mis muñecas, de mis tobillos, de mi cintura.
—¡Suéltenme! ¡No! ¡NO! —grité, retorciéndome con todas mis fuerzas.
El aire se volvió más espeso, más frío.
La figura principal se acercó hasta quedar frente a mí.
En su mano apareció una jeringa.
Mi sangre se heló.
—No... por favor, no... —susurré, sintiendo el pulso explotar en mi garganta.
—No permitiré esto—dijo la sombra, con una calma aterradora.
La aguja tocó mi cuello.
Entró.
Un ardor brutal se extendió por mi cuerpo.
Mis piernas se aflojaron.
Mi respiración se cortó.
La visión comenzó a deshacerse como papel mojado.
Las sombras se difuminaron.
Todo se volvió pesado.
Lento.
Antes de caer por completo en la oscuridad... escuché, desde muy lejos, la voz de esa figura:
—Empecemos lo antes posible. No quiero errores.
Y el mundo se apagó.
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Me incorporé de golpe con un jadeo, llevándome una mano al cuello. Sentía la piel caliente, como si de verdad me hubieran inyectado algo.
Respiraba entrecortado.
Mi corazón golpeaba con violencia.
Miré a mi lado.
Alexander seguía dormido.
Sereno.
Imperturbable.
El reloj marcaba las 7:00 a. m.
Tenía que levantarme para ir a clases.
Me obligué a salir de la cama, arrastrando los pies hacia la cocina para preparar algo de desayuno antes de bañarme. El vapor caliente de la ducha me ayudó a estabilizarme un poco, pero el sueño seguía pegado a mi piel como un rastro de tinta que no quería borrarse.
"Fue solo una pesadilla", me repetí.
"Solo eso... nada más."
Salí del baño envuelta en la toalla, con el cabello goteando aún. Cuando entré al cuarto para vestirme, Alexander se removió y abrió los ojos.
—Buenos días —murmuró.
—Buenos días —respondí con suavidad.
Me observó desde la cama. Luego, con un gesto lento, me indicó que me acercara.
Obedecí.
Me tomó del rostro y me dio un beso breve, cálido.
Sus ojos recorrieron mis facciones con detenimiento.
— ¿Pudiste descansar? —preguntó.
Mi estómago dio un vuelco.
Mentí.
—Sí... dormí bien.
Alexander frunció apenas el ceño.
—No me mientas, Jane.
Mi respiración vaciló.
—Sé que no estás durmiendo bien desde hace días —continuó—. Puedo verlo en tu cara... y en cómo te mueves. ¿Tuviste otra vez uno de esas pesadillas?