Verdades distorsionadas
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Todo estaba borroso.
No… más que borroso: distorsionado, como si la realidad estuviera vibrando a destiempo y yo no pudiera alcanzarla.
Sentía mi respiración entrecortada antes siquiera de entender dónde estaba. Mis manos estaban apoyadas contra algo cálido. Un movimiento bajo mí. Una exhalación.
Abrí los ojos con esfuerzo.
Alexander.
Yo estaba sentada sobre él.
—Hey —susurró con una sonrisa suave que no combinaba con el temblor que había en mi pecho—. Tranquila. Estás bien.
Traté de incorporarme pero las piernas no me obedecieron. Mi voz salió ahogada:
—¿Qué… qué e-es eso?
Su mano subió por mi espalda, lenta, como si quisiera calmar a un animal asustado.
Mientras procesaba eso, sentí otras manos. No suyas.
Me tensé al instante.
Simón se inclinó hacia mí, tan cerca que pude sentir el olor a alcohol mezclado con algo metálico. Me tomó el mentón con dos dedos, obligándome a mirarlo.
—Shhh… no pasa nada —dijo en tono casi paternal, pero sus ojos tenían algo… sucio, extraño, incómodo.
Kevin apareció por el otro lado. Pasó su mano por mi cabello, acomodando un mechón detrás de mi oreja.
—Es solo para que te relajes —añadió Kevin, casi riéndose—. Para que estés tranquila. Feliz.
Relajada.
Feliz.
Mi cabeza latía con un eco que no era dolor ni placer, sino una mezcla enfermiza de confusión y vacío.
—Alex… —lo miré aterrada—. Que e-era e-eso. Algo… n-no está bien.
Intenté bajar. El me sujeto más fuerte para no salir de encima de él.
—Shhh… estás conmigo.
—No… n-no pue-puedo… p-pensar —susurré, sintiendo que el aire se me escapaba—. Alex, ¿qué… qué me dieron?
De pronto el mundo se achicó. Como si la habitación se cerrara sobre nosotros.
Cerré los ojos porque todo se estaba moviendo.
Cuando los volví a abrir, ya no estaba sobre él.
Ahora estaba tendida en el sofá, con Alexander encima mio, besándome el cuello con desesperación contenida… pero yo no sentía mi cuerpo como propio. Mi mente estaba retardada, atrapada en un bucle.
Vi un movimiento.
Kevin estaba frente a mí, agachándose lentamente.
Su mano se deslizó por mi muslo.
Y comenzó a subirla
Me intente remover. No podía
Mi voz quiso salir. Pero no lo hizo.
Mi visión se distorsionó como agua movida por una piedra.
Y entonces—
Desperté.
Abrí los ojos de golpe, jadeando.
El cuello no me dolía. Mis brazos sí. Mi cabeza… ardía.
Miré alrededor con los ojos bien abiertos, tratando de ajustar la vista.
Era de día.
La sala era un caos total: botellas, colillas, papas fritas regadas, vasos volcados.
Mi short estaba desabrochado. No sabía cuándo. No sabía cómo.
Sentí un hueco helado en el estómago. Un ronquido me hizo girar la cabeza.
Alexander estaba al otro extremo del sofá, dormido, sin camisa, despreocupado.
Me incorporé como pude. Las piernas me temblaban. Di un paso.
Y me desplomé.
El golpe hizo que Alexander se levantara de asustado.
—¡Jane! —Corrió hacia mí y me levantó del suelo, sosteniéndome de los brazos con fuerza—. ¿Qué haces? Estás pálida. ¿Te mareaste?
No lo miré. No quería ver sus ojos. No quería ver nada. Tenía miedo de saber si lo poco que vi en sueños fue real
Él lo notó. Me tomó del mentón, firme, como siempre.
—Mírame.
No lo hice.
—Jane —insistió, con un tono que oscilaba entre preocupación y exigencia—. ¿Qué pasa?
Una lágrima me ardió en la línea inferior del ojo.
—Alex… —tragué saliva—. ¿Tus amigos…ellos… me tocaron?
El silencio fue inmediato.
Apreté los labios. Continué, aunque la voz se rompía:
—¿Les dejaste…? ¿Les permitiste hacerme algo?
Alexander parpadeó, lento, como si la pregunta lo ofendiera profundamente.
—¿Cómo…? —su tono cambió a uno herido, dolido—. ¿Cómo puedes creer eso de mí?
Yo apenas podía respirar.
—No recuerdo… casi nada —susurré—. Y… y Kevin… yo… sentí… no sé…
—Jane, escucha —se incorporó un poco y me sostuvo la cara entre las manos—.NO. No pasó nada de eso. Ellos no hicieron eso. Nunca permitiría algo así.
Pero había un destello extraño en su mirada. Algo que me inquietó.
—No te creo —solté en un hilo de voz, sin querer decirlo, pero escapó.
Él cerró los ojos un segundo, como acumulando paciencia.
— ¿Crees que yo… que yo sería capaz de algo tan extremo? —dijo despacio, muy despacio—. Eso… ¿eso es lo que piensas de mí?
Mi estómago se torció. No sabía cómo responder.
—Yo solo… no recuerdo —murmuré, llorando sin ruido—. Solo recuerdo que llegaron tus amigos… y después… casi nada.
Sus hombros se relajaron de golpe, como si hubiera encontrado el punto débil.
—Mi amor… —su voz se volvió suave, culpable, dulce—. Dijiste que te dolía la cabeza. Te fuiste al cuarto a acostar. Te dejaste caer en la cama y te quedaste dormida.
— ¿Y cómo llegué al sofá?
—En la madrugada —respondió sin dudar— saliste por agua. Yo ya estaba viendo tele. Ellos se habían ido hace rato. Viniste a mi lado, te acurrucaste y… jugamos un rato (dijo mientras señalaba el hecho de que se encontraba en bóxer) y después nos dormimos juntos.
Miré su rostro buscando alguna grieta.
No vi nada.
—No miento, Jane —añadió con suavidad, acariciando mi mejilla—. Todo lo que a veces puedo llegar a hacer es para corregirte. Pero no permitiría que alguien más te lo hiciera.
Suspiré.
— ¿De verdad? —pregunté, temblorosa—. ¿De verdad… no pasó nada?
—Claro que no —respondió con una sonrisa triste—. Estás asustada por nada. Ayer fue… intenso. Y lo que dijiste me dolió. Pero no pasó nada malo después. Te lo prometo.