El último timbre de la tarde hizo vibrar los pasillos, llenándolos de pasos apresurados, risas y voces que se iban apagando poco a poco. Para la mayoría, era simplemente el fin de clases. Para Zoe, era el inicio de algo que esperaba todo el día con una mezcla de ilusión y miedo.
Subió despacio las escaleras hasta el segundo piso, donde casi nadie iba ya. Allí, al final del pasillo, estaba el salón viejo: un aula con pupitres cojos, paredes manchadas por el tiempo y ventanas empañadas por el polvo. Nadie lo usaba desde hacía años. Para Zoe y Eliza, era su escondite, un lugar donde el mundo no podía alcanzarlas.
Zoe empujó la puerta con cuidado. El sonido del metal oxidado rechinó y le aceleró el corazón, como si aquel ruido pudiera delatarlas. Entró y se sentó en un pupitre del fondo, jugando con sus dedos mientras esperaba. Sus pensamientos iban y venían: ¿y si alguien nos ve salir juntas? ¿y si Eliza cambia de idea? ¿y si todo termina antes de empezar?
La puerta volvió a sonar. Eliza apareció, cerrándola con suavidad detrás de ella. Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas, como si también hubiera corrido para llegar sin ser vista.
—Hola… —dijo en un susurro, apenas audible.
Zoe levantó la mirada y la sostuvo por un segundo demasiado largo. Después bajó los ojos, con las manos frías de nervios.
—Hola… —respondió, con la voz baja, casi temblorosa.
Eliza dejó su mochila en el suelo y se sentó en el pupitre más cercano, pero aun así quedaba una distancia entre ellas. Había un silencio pesado, lleno de cosas no dichas. Zoe apretó su cuaderno contra el pecho, incapaz de decidir si debía hablar o esperar.
—Gracias por la nota —dijo al fin Eliza, rompiendo la quietud. Su voz también temblaba un poco.
—Yo… tenía miedo de que no vinieras —confesó Zoe, mirando hacia la ventana cubierta de polvo.
Eliza sonrió apenas, nerviosa, y jugó con la orilla de su suéter.
—Siempre vengo —murmuró.
El silencio volvió, pero esta vez fue distinto. Había algo que flotaba en el aire, un lazo invisible que se tensaba entre ellas. Zoe se armó de valor y estiró lentamente su mano sobre el pupitre, sin llegar a tocarla. La dejó ahí, quieta, esperando.
Eliza la miró, dudó un instante y luego, con timidez, acercó la suya hasta rozar apenas los dedos de Zoe. Fue un contacto leve, apenas un suspiro de piel contra piel, pero a ambas les recorrió un estremecimiento que las dejó sin aliento.
Ninguna se atrevió a decir nada. Solo permanecieron así, con las manos temblorosas tocándose apenas, en aquel salón viejo que parecía contener su secreto.
La luz del atardecer se colaba por la ventana rota, tiñendo de naranja los pupitres vacíos. Y allí, en ese rincón olvidado por todos, Zoe y Eliza sintieron que por primera vez podían ser ellas mismas, aunque fuera por unos minutos.
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hay un amor prohibido, la sociedad juzgando, gl (chicaxchica)
Editado: 01.10.2025