Lo que nadie sabe

Capítulo 5 — El regreso al mundo

El sol ya comenzaba a ocultarse cuando Zoe y Eliza salieron de la preparatoria. Hacía horas que las clases habían terminado, y los pasillos estaban vacíos desde mucho antes. El reloj de Zoe marcaba casi las tres de la tarde. Se habían quedado demasiado tiempo en aquel salón olvidado, tan absortas en sus secretos que habían perdido la noción del tiempo.

Caminaban una al lado de la otra, cuidando cada paso. Afuera no podían ser quienes eran dentro de esas paredes viejas. En la calle debían fingir: solo dos compañeras que regresaban a casa después de estudiar.

—Hoy nos arriesgamos demasiado —murmuró Zoe, con la voz cargada de nervios.
—Sí, pero… valió la pena, ¿no? —respondió Eliza, con esa sonrisa que siempre lograba calmarla un poco.

En el cruce de calles se despidieron, con una mirada más larga de lo permitido y un susurro compartido:
—Mañana.

Cada una tomó su camino.

Cuando Zoe abrió la puerta de su casa, encontró a su padre en la sala, de pie, con los brazos cruzados. La televisión estaba encendida, pero él no la miraba. Sus ojos estaban fijos en ella.

—¿Dónde estabas? —preguntó con voz grave.

Zoe tragó saliva.
—En la escuela… tenía cosas que hacer.

El hombre levantó la ceja, incrédulo.
—Las clases acaban al mediodía. Tú siempre llegas antes de la una. Son las tres, Zoe. No me mientas.

El corazón de ella latía con fuerza. Sintió la necesidad de inventar algo rápido.
—Estaba repasando para el examen… con una amiga.

El silencio de su padre fue más pesado que cualquier grito. Finalmente, resopló y se dejó caer en el sillón.
—No quiero que te andes quedando por ahí. La calle no es lugar para perder el tiempo. Quiero que a esa hora estés en casa, ¿entendido?

—Sí, papá… —respondió Zoe, bajando la cabeza. Subió a su habitación sin esperar más reproches.

En la casa de Eliza, la situación no fue tan dura, pero sí igual de incómoda. Su padre estaba en la cocina, con un café en la mano, y al verla entrar, frunció el ceño.

—¿Hasta ahora llegas? ¿Qué pasó?

Eliza dejó su mochila en la mesa y sonrió débilmente.
—Me quedé en la escuela, ayudando a una compañera con matemáticas.

Su padre la observó un momento, buscando alguna señal en su rostro.
—No me gusta que te demores tanto. Ya sabes cómo está la calle, no quiero que te pase nada.

—Lo sé, papá. Perdón… —dijo Eliza, dándole un beso rápido en la mejilla antes de subir a su cuarto.

Esa noche, cada una se encerró en su habitación con el mismo pensamiento: el mundo afuera no les daba tregua. Pero el recuerdo de lo vivido en ese salón viejo —las confidencias, las risas nerviosas, el roce de las manos— era suficiente para que, incluso entre el miedo y la culpa, pudieran sonreír en soledad.

Ambas sabían que mañana regresarían a ese rincón olvidado. Porque aunque era peligroso, era el único lugar donde podían existir como realmente eran.




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