Lo que nadie sabe

Capítulo 10 — Silencios y Sombras

La casa estaba en silencio, pero no era un silencio tranquilo.
Era denso, incómodo, de esos que pesan en el pecho.

Zoe estaba recostada en su cama, con la mirada fija en el techo. Afuera, el viento movía las ramas del árbol frente a su ventana, y las sombras se dibujaban en la pared como si jugaran con ella.

Aún podía escuchar las palabras de su padre resonando en su mente:
“No vayas a dejar que te metan esas ideas tontas.”
“No quiero criar una vergüenza.”

Cada frase era una herida, pero al mismo tiempo, algo dentro de ella se negaba a quebrarse.
Cerró los ojos y pensó en Eliza.
En su risa, en la forma en que su mano tembló antes de tomar la suya en la marcha, en cómo el viento les había cubierto los rostros con los colores de la bandera,y esa sensacion de ser x libres por primera vez. .

Esa imagen le devolvía el aire.

Sacó su celular y escribió un mensaje, con los dedos temblando:

“¿Estás bien?”

Esperó.
Pasaron unos segundos, luego el teléfono vibró.

“Sí… pero mis papás están raros. ¿Y tú?”

Zoe sonrió débilmente.

“Mi papá se enojó. Pero no me arrepiento.”

Hubo un largo silencio en la pantalla. Luego llegó otra respuesta:

“Yo tampoco.”

Zoe abrazó el celular contra su pecho y sintió una mezcla de miedo y ternura.
A veces, dos palabras bastaban para que el mundo volviera a tener sentido.

En la otra casa, Eliza estaba sentada en su escritorio, con la lámpara encendida y su cuaderno abierto.
Dibujaba líneas suaves, sin saber exactamente qué quería crear.
Sin pensarlo demasiado, su lápiz trazó dos figuras: una con el cabello suelto, la otra con una gorra, tomadas de la mano, bajo un cielo lleno de colores.

Sonrió con tristeza.
Sabía que no podía mostrarle ese dibujo a nadie… pero no importaba. Era suyo.

Su madre tocó la puerta, interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Ya vas a dormir, hija?
—Sí, mamá —respondió rápido, cerrando el cuaderno.
—Acuérdate de lo que te dijimos —agregó ella, desde el otro lado—. No te juntes con gente que te confunda.

Eliza apretó el lápiz con fuerza, sin contestar. Esperó a escuchar los pasos de su madre alejándose, y entonces soltó el aire que había estado conteniendo.

Miró su dibujo una vez más y susurró para sí misma:
—Yo no estoy confundida.

Esa noche, mientras el pueblo dormía, dos ventanas permanecieron encendidas.
Una con Zoe mirando el cielo, otra con Eliza dibujando a escondidas.
Ambas pensaban en lo mismo, en ese amor prohibido que se había convertido en su fuerza más grande.

Y aunque el miedo seguía allí, escondido entre las sombras, también lo estaba la promesa muda de verse al día siguiente, de seguir sonriendo como si nada…
y de no dejar que nadie apagara los colores que habían descubierto juntas.




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