Lo que nadie supo de la niña callada

CAPÍTULO 3

ABRIL

Después de terminar el almuerzo salí de casa para dirigirme a la orquesta. Era hora de recoger unos pagos pendientes y debía cobrar. Tenía un poco de nervios por eso.

​Sí, tengo nervios de cobrar dinero que me deben. No es fácil.

​Vender los bolsos fue difícil, pero recoger los pagos es peor todavía. Yo no soy la persona más sociable del mundo; los nervios son mi enemigo a la hora de hablar, y más cuando debo recuperar mi inversión.

Tranquila, tranquila.

​Me repetía una y otra vez a medida que iba acercándome al núcleo. Estoy aterrada y todo por cobrar unos pagos pendientes que debo tener para hoy mismo. Siento como si fuera una tortura cada vez que lo hago y lo peor es que debo hablar para hacerlo.

​Tragué saliva con dificultad mientras entraba y el sonido de diferentes instrumentos me llenaba los oídos, provocando un poco de tranquilidad en mí.

​Cuando entré, miré a los chicos de la percusión discutiendo, pero no alcancé a escuchar. Me adentré en el pasillo y saludé con una sonrisa corta a varias personas en el trayecto. Miré a la izquierda y Marie, —una chica de tuba—, daba clases a los más pequeños, pero noté su ceño fruncido y pude percibir cierto enojo en su tono de voz.

​Me paré en la puerta de la dirección, y me limpié las manos sudorosas antes de tocar. Cuando escuché un "Pase", abrí lentamente la puerta, como perro regañado por su dueña. Adentro estaban la directora, la secretaria y la coordinadora.

​Joselyn —la directora—, me sonrió y me invitó a tomar asiento.

​— Abril —empezó Joselyn—, ¿vienes por los pagos?

​— Así es —afirmé a su pregunta en voz baja.

​Joselyn sonrió negando a mi respuesta.

​— ¡Diablos! —exclamó Martha, la secretaria. Su mano golpeó fuerte la mesa haciendo que me sobresaltara—. Los pagos de los instrumentos están retrasados y si no están al día, no llegarán aquí, Joselyn.

​Joselyn solo la miró fulminante y Martha la ignoró.

​— ¿Ya hablaste en la central? —interrogó Carla, la coordinadora, mirando en dirección a Martha—. Seguro Julián podrá ayudar con eso.

​— ¿Y con quién crees que estoy hablando ahora, Carla? —Martha le preguntó con clara molestia.

​Carla se cruzó de brazos, dejando los papeles que tenía en las manos.

​— No seas ridícula, Martha —replicó, poniéndose de pie y caminando para ponerse justo al lado de Martha—. Yo lo resolveré, hazte a un lado.

​— Y una mierda —soltó Martha, dándole un empujón en su cadera para apartarla—. Ni sabes usar una computadora y crees que puedes resolver el problema con los pagos.

​Martha y Carla empezaron a discutir por quién era mejor para resolver el problema. Joselyn solo las observó con fastidio para después dirigirse a mí.

​— Anota tus datos en este papel —me ordenó. Yo asentí con la cabeza—. Me encargaré de que se hagan y te avisaré. Ahora, debo encargarme de estas dos idiotas.

​Reí al escuchar lo último que dijo y anoté los datos. Salí de la oficina, dejando atrás la pelea de gallos que había entre las Mosqueras. Hacía más frío de lo normal en los corredores y me froté los brazos para darme un poco de calor.

​Suspiré, y agradecí que Joselyn me entendiera a la perfección. Ella más que nadie sabe que soy una persona de pocas palabras y que en la mayoría de los casos me pongo muy nerviosa como para articular una oración completa.

​— Abril —La voz del atrilero captó mi atención—. Ensayos en la sala 06.

​— De acuerdo —respondí en voz baja.

​Estoy segura de que no escuchó bien lo que dije porque se fue sin más.

​Cuando llegué al salón 06, no pude evitar fruncir el ceño con confusión al ver a las personas cuchicheando —o tratando de hacerlo— en voz baja. Sus miradas eran de curiosidad pura y no dejaban de mirar a la fila de Cellos.

​Arrugué la nariz y me acomodé los lentes, tomando asiento en mi lugar.

"Es muy guapo."

"¿De dónde será?"

"¿Soltero?"

"Es lo más sexy que tiene esta orquesta."

​Eso era lo único que escuchaba en las filas; todo el centro de atención estaba en una persona desconocida.

​Gabyn —una chica de violín uno— no dejaba de hablar y señalar la última fila de los Violonchelos. Las demás le siguieron la corriente y miraban en la misma dirección.

​Así que yo, por curiosidad propia, hice lo mismo.

​Allí estaba.

​Era imposible no verlo: torre de elegancia desgarbada entre los violonchelos. Piel pálida, pero no fantasmal —más bien como el mármol de una estatua abandonada al sol—. El cabello, chocolate oscuro, caía en ondas rebeldes sobre su frente, como si desafiara a los peinados formales. Sus brazos, fuertes y venosos, tensaban el polo negro al moverse —trazando líneas que delataban horas de práctica—. Los jeans beige, desgastados en las rodillas, sugerían que no era de los que temía para ponerse de rodillas y afinar su instrumento. Sin embargo, su rostro me dejó sin aliento, mis pulmones dejaron de funcionar por un momento: Mandíbula angular (como tallada a propósito para sostener el Violonchelo), nariz recta —demasiado perfecta para ser real—, labios gruesos como si hubieran sido hechos para murmurar notas graves.

​Apreté el arco en mis manos, formando un puño, y sin saber por qué me sentí nerviosa. Mis manos sudaban y eso no tenía sentido, pero ¿qué me pasaba? Jamás esto me había pasado. Es un desconocido, no lo conozco ni él a mí.

Esto no tiene sentido, es ridículo.

Dice la que tiene miedo de las cucarachas.

Oh, cállate.

​Aparté la mirada de él y la ubiqué en mi arco atrapado en mi mano. No era mi intención. No sabía qué me sucedía en ese momento. Solamente es un chico común y corriente.

Y, sexy, ¿viste esos brazos venosos?

¡Basta!

​Saqué la carpeta, colocándola en el atril para después ubicar la pieza que estábamos ensayando.




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