ABRIL
— ¡Vamos, Abril, debes hacerlo! Eres la indicada para el papel —Mariam insistió por quinta vez—. No hay nadie más perfecta que tú para el dueto.
— Aún no entiendo por qué no quieres hacerlo —Respondí, mirando la ropa arrugada reposando sobre mi cama.
Mariam me miró con aburrimiento y yo suspiré.
— Tú sabes bien por qué —replicó, aún con la mirada puesta en mí.
Y la respuesta quedó al aire.
El festival Ola Dorada.
Ocurre cada siete años y es el más esperado en toda la República de Auroria. Solo los mejores tocan para ese festival que siempre se lleva a cabo en la ciudad de Nueva York. Las personas se preparan con muchos meses de antelación para las audiciones, ya que, aunque es el festival más conocido y famoso, eso no significa que cualquiera estará allí.
Y, con cualquiera, me refiero a mí. Mi nombre, llegando allá, suena como las llantas oxidadas del coche de mi abuelo.
Aprecio que Mariam me apoye y me anime a intentarlo.
Me sudan las manos y los nervios me comen de tan solo pensar que estaré en una tarima rodeada de muchas personas y músicos profesionales. Me pone los pelos de punta; no sé si yo podría con aquello.
Afuera, la lluvia golpeaba los cristales de mi ventana con fuerza; las gotas paseaban por doquier, dibujando los cristales como lienzos sin rumbo.
— Esto no es como en el conservatorio, Abril —Mariam pronunció, y yo me acomodé en la cama.
— Lo sé, pero tengo miedo de que vuelva a pasar —confesé, dándole un sorbo a mi chocolate caliente para después continuar—. No quiero arriesgarme a que eso suceda, muero de ansiedad con solo pensarlo.
Mariam dio un sorbo a su chocolate caliente antes de hablar.
— Yo también estoy asustada, Abril —confesó—, pero sé que lo lograrás, tengo confianza en ti. Sé que las cosas no han sido fáciles, pero también sé que eres una chica talentosa. Nadie toca esa Viola tan genial como tú, ¿lo sabes, no? Esa pasión no la veo en cualquier persona y tú la tienes desde el día uno. Tocas tan bien como Vincent Van Gogh pintaba su Noche Estrellada.
Tomó mi mano y la apretó suavemente, permitiéndome sentir la calidez que le dio la taza.
— ¿Crees que pueda? —Pregunté, dejando salir la duda mezclada con el miedo.
— Podrás —afirmó, sin dejar de sonreír.
***
Más tarde, ese mismo día, me encontraba caminando por las cálidas calles del centro de la ciudad Puerto Armonía. Los tonos naranja, azul y morado pintaban el cielo como si de una pintura hecha con acuarela se tratara. Era como ver una obra de arte hecha por los dioses. A su lado, la luna se ocultaba con una ligera sombra, deseando ponerse en su lugar mientras que el sol bajaba lentamente hasta su hora de descanso.
Cuando llegué al Museo Nacional de Auroria, el olor familiar de antigüedad —una mezcla de madera encerada y polvo aferrándose a las cortinas de terciopelo— golpeó mi nariz y lo recibí con gusto. Junto a él, lo acompañaba el sonido pulcro y limpio de un piano de cola, interpretando una melodía que resonaba entre las paredes altas como susurros, vistiendo el lugar con elegancia.
Las luces cálidas caían sobre los cuadros provocando que resaltaran los bordes dorados de los mismos, iluminando los trazos frenéticos de Van Gogh como si las pinceladas cobraran vida bajo mi mirada.
Por los pasillos, los cuadros decoraban el lugar como si estuviera en otro mundo. Cielos arremolinados en azules profundos, campos de trigo ondeando tormentas invisibles y autorretratos que me observaban con ojos cargados de melancolía. Los pisos de mármol reflejaban los focos como un río quieto. En el centro de la sala principal, “La Noche Estrellada” dominaba la pared con su espiral cósmica, hipnotizando a los visitantes que, como yo, alzaban la cabeza ahogando un suspiro.
Auroria no solo había construido ese santuario para preservar arte, sino para rendir tributo a lo sublime que habitaba en cada pincelada.
Mis piernas se detuvieron cuando vi que algo llamó completamente mi atención sin poder evitarlo.
Ahí estaba él, parado frente al salón de La Noche Estrellada. La luz azul y los puntitos amarillos simulando las estrellas adornaban completamente el lugar.
El cellista misterioso traía puestos unos vaqueros jeans en color beige, un suéter blanco de algodón y un gorro del mismo color que sus vaqueros. Su postura era relajada y despreocupada.
— ¿Vas a seguir viéndome? —Habló, interrumpiendo mis pensamientos.
Su voz ronca me dejó paralizada en mi lugar sin poder ni pestañear, aún seguía procesando el tono en mi mente una y otra vez. Mi pulso estaba hecho un desastre, mis manos más sudorosas de lo normal y mi pecho no dejaba de sentir algo parecido al fuego... Su voz era lo más cercano al fuego que en mi vida jamás había escuchado.
Aún seguía de espaldas, viendo al frente. No me miraba.
Yo aún permanecía detrás de él, en silencio, viéndolo como una idiota.
Pero muy bueno ese papel de idiota, ¿eh?
Cállate.
— Curioso, ¿no? —Inquirió, continuando al no obtener una respuesta de mi parte—. No hablas, pero sí que te gusta ser acosadora, Abril.
Un escalofrío me recorrió cuando pronunció mi nombre, casi saboreando cada letra.
El cellista se giró hasta quedar frente a mí. Sus ojos chocolate me miraron con curiosidad e intensidad... Tanta intensidad que casi no podía respirar. Todo en mí se sentía extraño, mis manos sudaban como nunca y mi pulso en cualquier momento me iba a provocar un desmayo.
Él aún seguía de pie, esperando mi respuesta, pero no encontraba qué decirle.
Así que hice lo que mejor sé hacer: huir.
Cuando me di cuenta, mis pies se arrastraban fuera del pasillo “La Noche Estrellada”. Caminé con prisa para alejarme de él lo más que pude. Mi corazón no dejaba de latir con fuerza por aquel encuentro.