Lo que no deberíamos ser

| El reencuentro

Por vigésima vez había roto una promesa conmigo misma.
Tiré del asa de mi roñosa maleta con una mezcla de tristeza y decepción. Cuatro años. Había cruzado el Atlántico para huir, para crecer, para olvidar… y ahora estaba de vuelta. Con un título universitario bajo el brazo y una lista mental de cosas que no iba a pasar por alto. No esta vez.

"Basta de huidas"
"No más dramas”
“Ya no espero nada de nadie”

“No quiero volver a lo de siempre “

Eso es lo que debería haberle dicho cuando me llamó pidiendo que volviera. Mejor dicho, exigiéndolo, que es la única forma que conoce mi santo padre de hacer las cosas.

En vez de eso tuve que asumir y entender que

1. No me quedaba dinero y

2. El no iba a permitir que alargará más aquello.

Escaneé la sala de llegadas, buscando al hombre que se suponía debía estar allí. Pero no.
Él no estaba. Para variar.
En su lugar, vi a la última persona que mi estabilidad emocional necesitaba ver.

Me frené en seco. El mundo siguió girando a mi alrededor: familias abrazándose, niños corriendo, empleados llamando taxis. Pero yo me congelé.

Hugo de la Fuente avanzaba con paso relajado, como si fuera dueño del lugar, con su traje impoluto y una barba perfectamente descuidada. El mismo aire de arrogancia sutil que tan bien recordaba.

Sólo que ahora estaba peor.
Mejor. Más hombre. Más peligro. Más todo.

—¿Nell? —preguntó, con una ceja ligeramente alzada y esa voz profunda y controlada.

Tragué saliva e intenté poner mi mejor cara de póker.

—No eres la cara que esperaba ver.

—No, por suerte para ti, soy una mucho mejor —dijo mientras tomaba mi maleta como si fuera suya.

Chulo, pensé, tal y como lo recordaba.

Me moví tras él en silencio, observando su espalda, su forma de caminar, su seguridad. Una pequeña parte de mí —la más rencorosa— quería montarle un pollo allí mismo por la última vez que lo vi.
La otra… sabía que por mucho que lo deseara no parecía acordarse de nada.

—Te veo diferente. Aunque no sé muy bien si eso es bueno.

Sonreí sin mirarlo.

—Crecimiento, supongo. Las universidades americanas no enseñan cómo soportar idiotas.

Hugo rió. Una risa corta, nasal, genuina. Esos cuatro años habían servido para convertir al hombre que tenía delante en una maldita provocación vestida de Armani.

Abrió la puerta del coche y esperó a que subiera. Caballeroso como siempre.

En el trayecto, el silencio se volvió denso. La radio soltaba una balada suave que hablaba de perder trenes y segundas oportunidades. Por un segundo me pregunté si el universo me estaba trolleando.

—¿Tu padre te contó que me he mudado cerca? —preguntó él, casual.

—No. Pero no me sorprende. Hay muchas cosas que no me cuenta.

Giré el rostro hacia la ventana. No tenía ganas de conversación.

—Te recordaba más simpática.

—Y yo a ti más joven.

Me fulminó con la mirada, aunque bajo esa capa pude ver cómo aquello también le divertía.

—¿Has estudiado para cómica? No te veo, hace falta una gracia natural que no tienes —se burló.

—No Hugo, he seguido tus pasos y he estudiado derecho. ¿Estas orgulloso? —esta vez le miré, con descaro, como nunca antes me había atrevido.

Noté como se tensaba, ligeramente, y me felicité a mi misma por ser capaz de producir ese efecto sobre un hombre como él.

—Me gustabas más cuando te sonrojabas y te escondías tras una sonrisa timida cada vez que alguien te hablaba.

—Eso solo me pasaba contigo.

—Eso te pasaba con todo el mundo —aclaró rápidamente.

—¿Estás seguro? —respondí afilada.

Bajó la velocidad al llegar a un semáforo en rojo. El sol de la tarde se filtraba por el parabrisas, iluminando la curva de su mandíbula. Lo observé por un segundo más de lo necesario y maldije en mi interior por si se había dado cuenta.

—Tu padre tiene razón cuando dice que has cambiado.

—Mi padre no tiene ni idea de nada. Para sorpresa de nadie.

—¿Sabe que estás tan enfadada con él? —preguntó Hugo, esta vez en voz baja.

No estaba enfadada con mi padre, más bien lo estaba con el mundo. Al menos desde que ella se fue.

—¿Le importa?

—Claro que le importa.

—¿Te lo dijo cuando le recordaste que tiene una hija?

La frase se clavó en el aire como un cuchillo. Hugo no contestó. Solo apretó la mandíbula y siguió conduciendo.

Suspiré sintiendo de nuevo esas ganas de volver corriendo a mi diminuto piso en el centro de Manhattan.

—No te preocupes —añadí, más suave esta vez—. No voy a armar un escándalo. No soy una adolescente herida.

—Tu padre ha cometido errores, como todos.

—Eso es su especialidad, está claro.

—Nell… —empezó con esa voz tan conciliadora.

—Hugo… —lo imité tan suave como un gatito.

Vi cómo apretaba ligeramente el volante, las manos firmes, los nudillos apenas marcados. Un gesto mínimo, casi imperceptible, que capté igual.

—A veces uno se pone máscaras sin darse cuenta —dijo él finalmente—. Es parte del trato cuando se crece.

Lo miré de nuevo.
No era el mismo Hugo de hace cuatro años.
O quizá sí, pero ahora escondido detrás de paredes más altas.

—¿Y eso es lo que haces tú? ¿Actuar?

—No. Evitar complicaciones.

Solté una risa breve, seca.

—Qué cómodo.

Él giró la cabeza apenas un segundo, lo justo para lanzarme una mirada de reproche.

—No todo el mundo necesita hablar de todo, Antonella.

—No. Algunos prefieren enterrarlo y fingir que no pasó nada.

Él no respondió. Ni una palabra. Solo volvió a mirar al frente. En el fondo me moría de ganas por saber si detrás de aquella fachada había logrado remover un mínimo recuerdo en su interior.

El silencio se extendió de nuevo. Me crucé de brazos, apoyé la cabeza contra la ventanilla y cerré los ojos. No tenía fuerzas en aquel momento para entrar en una batalla emocional con el hombre que tenía al lado. Si él había hecho borrón y cuenta nueva, yo haría lo mismo.




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