Lo que no deberíamos ser

| Bienvenida oficialmente al infierno

Me senté en el borde de la cama, bebiendo a sorbos lo que quedaba del agua. Había dejado la maleta sin abrir, como si negarme a deshacerla fuera a cambiar algo.
Definitivamente, mi habitación seguía siendo la misma; ni siquiera el polvo se había asentado sobre los objetos, haciendo creer que aquella seguía siendo una estancia con cierto uso dentro de la casa.

Me miré al espejo del tocador, infantil para la edad que tenía y muy soñador para mi actual estado mental. El pelo, rebelde como siempre, me caía en ondas oscuras sobre los hombros. Mis ojos, verdes, grandes y demasiado expresivos, me devolvían una mirada mas perdida que nunca.

La puerta golpeó dos veces, suave, sacándome de mis pensamientos.

—¿Puedo?

Era la voz de Hugo, baja pero con esa autoridad que nunca perdía.

—Adelante —dije, mirando hacia la puerta.

Entró con las manos en los bolsillos y la espalda tensa. Nunca se le había dado bien mediar, no con la poca paciencia que tanto lo caracterizaba. Aunque eso no quitaba que siempre lo hubiera intentado, tal vez por un estúpido sentido de lealtad hacia su amigo.

—Solo quería ver si estabas bien —dijo, apoyándose en el marco de la puerta, como si no se atreviera a entrar del todo.

Era innegable que esa vista amainaba un poco mi estado de ánimo. Los ojos de Hugo no eran simplemente bonitos. Eran profundos, de un color que cambiaba con la luz: a veces gris tormenta, a veces miel oscura, según su estado de ánimo.
Sin lugar a dudas, era lo que más me desquiciaba de él: la forma que tenían de quemarme lentamente sin ni siquiera intentarlo.

Era atractivo, él lo sabía, yo lo sabía y todo ser vivo que se cruzaba con él también. No solo era su físico, sino ese caracter duro, esa seguridad férrea y ese aire impenetrable que lo coronaban como un hombre difícil de ignorar.

—Estoy perfecta. De vuelta en casa. Con el cariño de siempre —aparté la vista rápidamente.

—Entiendo que debe ser difícil para ambos.

—No me hagas terapia emocional. No te pega.

Él suspiró y cruzó el umbral, apoyándose en la pared con los brazos cruzados.

—Mira, sé que no tengo derecho a meterme, pero tu padre está intentando hacerlo bien.

—¿Bien según quién? ¿El diccionario de “cómo forjar una familia disfuncional”?

—Estás buscando que esto se convierta en una guerra abierta y no entiendo muy bien por qué.

—¿Qué haces aquí, Hugo? —lancé sin tapujos.

—Vine porque me importáis. Ambos —aclaró, para mi sorpresa.

La frase colgó en el aire, inesperada. Entrecerré los ojos, obligando a mi subconsciente a entender aquello como lo que era: un aprecio casi paternal.

—Eso es peligroso. Suena a sentimientos —contestó mi subconsciente, ignorándome por completo.

—No es momento para chistes —dijo él, serio.

—¿Desde cuándo te has vuelto el mediador de sus problemas?

Hugo apretó los dientes.

—¿Desde cuándo te has vuelto una respondona insoportable?

—Sigo sin entender qué narices haces aquí —me levanté, indignada, y me encaré con él—. ¿Acaso no soy solo la hija de tu mejor amigo? ¿O es uno de esos momentos en los que te toca actuar?

—Antonella, no vayas por ahí —espetó él, dando un paso atrás—. Juegas a decir esas cosas solo para probarme.
—Ese es tu problema, Hugo. Crees que siempre estoy de broma —me acerqué un paso más, dejando que mis fosas nasales se embriagaran con su olor.

La tensión era espesa, muda y cargada de una electricidad que empezaba a asfixiarme.
Él giró hacia la puerta.

—¿Eso es todo? No eres muy bueno como mediador de conflictos.

—No voy a discutir con la reina de la ironía —se frenó de nuevo en el umbral de la puerta mirando con cara de pocos amigos —Como bien has recalcado yo no pinto nada aquí y no me sobra el tiempo para tanto drama.

Sus palabras me hirieron más de lo que me gustaría admitir.

—Pues entonces prueba a meterte en tus puñeteros asuntos —exclamé más dolida que enfadada.

Ni siquiera miró hacia atrás antes de macrharse dando un sonoro portazo.

Muy maduro por su parte señorito De la Fuente.

Me levanto todavía confusa por el torrente de sentimientos y busco mi móvil entre mis cosas.

Llevaba cuatro años fuera y eso limitaba bastante mi actual lista de amigos.

Es más, solo me quedaba uno con el que al menos me había escrito durante todo este tiempo.

Mi fiel y querido Lucas. Era el único que sabía que no me fallaría en aquel momento, ya sabia que iba a volver pero decidí no especificar el día porque lo último que necesitaba era que se plantara en el aeropuerto haciendo migas con mi padre.

Le envío un wpp avisando de las nuevas noticias y no tardo ni medio segundo en obtener respuesta.

“Esta noche. Prepárate para volver a experimentar una buena resaca a la española”

Sonrío sincera por primera vez en el día.

Al final no era tan mala idea volver a casa.

.

*****

No reconocí el local hasta que Lucas me empujó por la puerta. Era una antigua casa reconvertida en bar clandestino, con luces de neón temblando entre botellas vacías, paredes de ladrillo visto y olor a ginebra, sudor y tabaco. Justo lo que necesitaba.

—Bienvenida oficialmente al infierno, cariño —gritó él en mi oído, mientras me entregaba una copa tan roja que parecía peligrosa.

Lucas era de esos chicos que nunca pasaban desapercibidos, pero no por su altura —más bien media— ni por un físico especialmente trabajado. Su encanto estaba en su arrolladora personalidad: entre tierno, extrovertido y burlón. Llegaba y se hacía con el ambiente, llamando la atención sin ser pesado.

—Pensé que ibas a llevarme a un sitio tranquilo —dije, fingiendo reproche mientras observaba a mi alrededor.

Todo tenía el aire de una fiesta que estaba a punto de salirse de control.

—¿Tranquilo? Antonella, ¿tú sabes todo lo que te has perdido estos cuatro años? ¡Te debo por lo menos dos noches locas, una noche llorando en un baño y una pelea con un portero!




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