Lo que no deberíamos ser

| Barrotes, reproches y un número en la piel

La luz era blanca, fría y dolorosa.

Me desperté con la cabeza a punto de estallar y un sabor a vómito y alcohol en la boca. Parpadeé un par de veces hasta entender dónde estaba.

Una celda.

Pues sí que se había complicado la noche.

Paredes de azulejos grises, un banco duro y una chica roncando en la esquina, con el rímel corrido y una pulsera fluorescente todavía en la muñeca. Eso era todo lo que pude vislumbrar a mi alrededor.

Definitivamente había tocado fondo. Aunque aún podría superarme, está claro.

—Mierda —murmuré, llevándome las manos a la cara.

—Creo que eso se queda corto —oí la inconfundible y enfadada voz del amigo de mi padre.

Mis pensamientos eran un caos, y no estaba preparada para enfrentarme a él en ese momento. Solo quería una pastilla y doce horas de sueño ininterrumpido.

Intenté recordar el final de la noche. Gritos. Una pelea. Un portero. Lucas sacando pecho. Yo empujando a alguien...

Y luego... oscuridad.

Me incorporé como pude. El mareo fue inmediato. El banco crujió bajo mi peso y me tambaleé hasta la puerta de barrotes.

Lo miré con los ojos medio entrecerrados y su cara de pocos amigos ya me alertó de que la cosa no iría muy bien. Llevaba la camisa desabrochada en el cuello, y eso casi logró distraerme del desastre que era mi realidad.

—¿Estás bien? —preguntó sin suavidad, pero con preocupación.

—¿Qué haces aquí?

—Sacarte.

—Muy considerado

—No es una costumbre que pretenda mantener —dijo, cruzado de brazos—. ¿Puedes andar?

—No soy una inválida, Hugo.

—Deberías ver tu aspecto y reconsiderarlo.

Asentí, algo irritada. Ya sabía que tendría las peores pintas del mundo, pero sinceramente, me daba igual. Me dolía todo. El alma, sobre todo.

Un agente apareció con una carpeta.

—¿Es usted su padre?

—No —respondió de inmediato—. Algo peor.

Intenté reírme, pero ni eso me salió.

Hugo firmó algunos papeles sin mirarme. Definitivamente estaba muy enfadado. Pero estaba.

Me abrieron la celda. Salí como pude, sujetándome a la pared mientras intentaba parecer digna. Spoiler: no lo logré.

—¿Y Lucas?

—Está bien. Le pusieron una multa y lo soltaron. Fue menos idiota que tú, aparentemente.

—Para no ser mi padre, estás tan enfadado como uno.

Hugo se frenó en seco frente a mí. Tenerlo tan cerca, con ese olor a colonia y a madrugada, casi logra que me caiga redonda al suelo.

—Una ironía más y te juro, Antonella, que me desentiendo completamente de ti, por mucho cariño que le tenga a tu padre.

Levanté las manos a modo de defensa, pero su mirada bajó de inmediato a mi palma. Agarró mi muñeca, y una descarga eléctrica me atravesó el cuerpo, recordándome cosas que no quería traer al presente.

Frunció el ceño.

—¿Qué es esto?

Miró con detenimiento mi mano, donde un número escrito a bolígrafo, medio borroso pero aún legible, asomaba entre líneas.

—Qué original —se burló, soltándome con un suspiro cargado de juicio e irritación.

Rodó los ojos y siguió caminando.

No respondí. El trayecto por los pasillos fue largo. O lo sentí así.

Lo que más me dolió de sus palabras no fue el tono, ni siquiera la amenaza. Fue confirmar lo de siempre: que lo único que lo ataba a mí era mi padre, no yo.

Los recuerdos de aquella noche, de hace cuatro años, intentaban abrirse paso en mi cabeza, pero no pensaba permitírselo. No ahí. Con el protagonista al lado.

La luz del exterior fue un cuchillo más para mi desorientado cerebro. Me froté los ojos nuevamente y la cara de decepción paternal del señor Varela se mostró a metros de mi.

Me sorprendió tanto verlo allí que casi me dio la risa floja.

Estaba de pie, junto a un coche negro. De brazos cruzados.

No dijo una palabra.

Hugo se detuvo a mi lado.

—No sé cómo lo supo. Solo apareció aquí hace media hora y no se ha movido desde entonces.

Me tragué las ganas de gritar. O de llorar.

—Gracias por venir —le dije a Hugo, sin mirarlo.

—No lo hice por ti —me recordó, una vez más.

Se metió la mano en el bolsillo y me pasó un billete doblado.

—Por si decides huir.

No pude evitar reír, aunque fue más un bufido triste que otra cosa.

—Siempre con humor... es una de las tantas cosas que me gustan de ti —le confesé, sin saber muy bien por qué.

Puede que en aquella situación mis barreras estuvieran más bajas que nunca.

Hugo me miró, y por un segundo me pareció que no le desagradaron mis palabras.

—Tápate, o cogerás una hipotermia con ese vestido —me dijo, entregándome su chaqueta, algo más amable.

—¿Seguro que no estas pensando adoptarme? —intenté bromear.

—Los dos sabemos muy bien porqué eso no funcionaría —murmuró con un tono que no logré captar del todo, clavando esos ojos mas miel que de costumbre de una forma que erizaba mi piel.

Y luego se marchó, con esa expresión de “no puedo salvarte siempre”.

Me quedé sola. Con mi padre.

Avancé despacio, sintiendo su mirada clavada como cuchillas. Me coloqué la chaqueta y el olor amaderado del señor De la Fuente me hizo sentir más protegida, como si me hubiera puesto una armadura.

—¿Vas a decir algo? —pregunté, al fin.

—No hace falta.

—Perfecto. La decepción silenciosa. Qué original.

—Sube al coche, Antonella.

—¿Y si no quiero?

—¿Sabes lo que pasaría si alguien se enterara de que estuviste aquí? ¿Sabes cuánto afectaría a mi reputación?

—¿Eso es lo que te importa?

—Pensé que estos años fuera te harían crecer, empezar a entender cómo funciona el mundo.

—Sé cómo funciona el mundo, pero el tuyo nunca he tenido el placer de entenderlo.

—Estoy harto de que actúes como si esto fuera solo culpa mía. La perdimos los dos, no solo tú. Pero eso nunca lo has querido ver. Sé que he sido un mal padre. Pero también sé que eres mejor que esto.




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