El silencio en la mesa era denso. Puede que las cosas se hubiesen suavizado un poco, pero el ambiente seguía sin parecerse al de un verdadero hogar.
Los dos días siguientes a mi breve arresto me los pasé más bien encerrada en mi habitación, hablando con Lucas y teniendo una primera toma de contacto con Leo, que no tardó en concertar una primera cita para esa misma noche.
Pensé en negarme, pero algo en la manera en que habíamos conectado me lo impidió.
Mi padre y yo comíamos sin mirarnos demasiado, como dos extraños que solo compartían el mismo techo.
Había preparado pasta —la misma receta que mi madre solía hacer los domingos—, y el olor era tan familiar que dolía.
—¿Está buena? —preguntó al fin, sin mirarme.
Asentí, masticando despacio.
—Igual que la de ella.
No hacía falta decir su nombre. “Ella” siempre era mamá. Su ausencia llenaba más la casa que cualquiera de nosotros dos.
—A veces sueño con su voz —dije sin pensarlo demasiado—. Me reta por algo, o me canta una canción horrible.
Él dejó el tenedor en el plato y se limpió las manos con la servilleta con una lentitud medida.
—Yo sigo poniendo su perfume en el baño, como si fuera a entrar en cualquier momento.
Me sorprendió su confesión. No porque no fuera posible, sino porque nunca hablaba de ella. Era como si su duelo se hubiese congelado el mismo día del funeral y desde entonces nadie lo tocara.
—No sé si fue peor perderla o no saber cómo seguir después de que se fue —dije, bajando la voz.
—Y te fuiste —soltó él, mirándome por primera vez en serio.
—No me fui —respondí, aunque ambos sabíamos que no era cierto—. Me quedé atrapada en otra ciudad intentando no ahogarme.
Volvió a tomar el tenedor y revolvió lo que quedaba en su plato.
—Yo tampoco supe cómo ser padre sin ella.
Lo dijo sin tapujos. Por primera vez sentí compasión por él. No como hija, sino como ser humano. No éramos tan distintos: los dos habíamos fallado en sostenernos cuando más lo necesitábamos.
—¿Por qué me preparaste esta cena? —pregunté, rompiendo el momento.
—Porque estoy cansado de que seamos dos sombras en esta casa. Y, aunque te cueste creerlo, quiero arreglar las cosas.
Suspiré una vez más. No estaba mal hablar de vez en cuando, y conocía lo suficiente a mi padre como para saber que aquella conversación le estaba costando un verdadero esfuerzo.
Me levanté sin previo aviso y él me imitó por inercia. Nos fundimos en el primer abrazo sincero desde el día en que perdí a mi madre, y sentí cómo mi alma se curaba un poco más.
*****
Más tarde ese mismo día, me encontré frente al espejo, preguntándome si lo que llevaba era demasiado para una primera cita… o muy poco.
Elegí un vestido simple, sin pretensiones, y me até el pelo como si solo le diera la importancia justa a aquel encuentro.
Cuando bajé, mi padre ni siquiera preguntó adónde iba. Solo me miró y dijo:
—No vuelvas muy tarde.
Casi sonreí.
Leo me esperaba en la plaza, apoyado en su moto. El casco extra ya me había ganado antes de que dijera nada.
—Creo que sobria me gustas más.
—No te pases, lo del otro día fue más bien una excepción —le aclaré.
La cena fue ligera, con conversaciones que fluían sin esfuerzo. Hablamos de nuestras pretensiones, de lo difícil que era hacerse mayor y de por qué a veces uno se siente más solo en una fiesta que en su propia cama. Eso, al parecer, lo teníamos en común.
Leo era calmado y amable, no parecía el tipo de chico que te lleva la contraria ni el que te monta una escena de celos. No era el malote de la clase, era el inteligente observador.
Cuando nos trajeron el postre, Leo me miró con esa sonrisa entre cómplice y burlona que me sacaba de quicio... y que me gustaba más de lo que quería admitir.
—Entonces, ¿cuál es tu vicio secreto?
Pensé en responderle algo banal, como el chocolate o los zapatos. Pero le dije la verdad.
—La gente que me hace reír cuando no quiero hacerlo.
Unos ojos grises amenazaron con aparecer en mi cabeza, pero luché para alejarlos.
—Entonces estás de suerte —respondió, alzando su copa.
Chocamos los vasos. No sabía muy bien qué era aquello, pero algo me decía que valdría la pena.
Llegamos a mi casa y el frío de la noche me hizo temblar levemente. Leo enseguida se acercó por detrás, frotando sus manos en mis brazos. Su calor era bienvenido y, a pesar de que acabábamos de conocernos, no me sentí en absoluto incómoda.
Me di la vuelta y sus ojos marrones se cruzaron con el verde de los míos.
Ninguno dijo nada.
Quería acercarme más, probar los labios que llevaba escuchando toda la noche, pero algo en mi interior me lo impedía.
Él tampoco se movió y acabé agachando la cabeza, dando un paso hacia atrás.
—Gracias por la noche —rompí el hielo—. Me lo he pasado genial.
Todavía tenía las mejillas rojas por ese breve momento y vi cómo tragaba saliva, nervioso.
—Estaré una semana fuera de la ciudad, pero el viernes podemos volver a vernos —lanzó, más convencido.
—Claro —respondí sin dudarlo.
Nos dimos un breve y cordial abrazo, y entré de nuevo a casa.
Me había quedado con ganas de más, y esa era una sensación muy bienvenida.
Mi padre estaba sentado, con el móvil boca abajo, firmando una cantidad indecente de papeles sobre la mesa.
—¿Todo bien? —preguntó, con una tranquilidad fingida.
—Sí. Salió bien —dije, sin más.
Puede que nos hubiéramos reconciliado, pero no tanto como para comentarle mi vida amorosa.
—Antonella. Siéntate un segundo.
Su tono no era serio, sino más bien profesional, pero algo en mi interior me alertó de que se avecinaban curvas.
—He tomado una decisión sobre tu futuro y, dado el punto en el que estamos, prefiero consultarlo contigo.
—Muy generoso —solté irónica—. ¿De qué se trata?
—Vas a trabajar. Empiezas el lunes.
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Editado: 05.09.2025