Lo que no deberíamos ser

| Juego de la indiferencia

Una semana.

Siete días, treinta y cuatro cafés, doce correos electrónicos con Hugo —todos estrictamente profesionales— y ni una sola reunión formal.

Me tenía de secretaria. Sin eufemismos.

Ojo, no es que ser secretaria fuera malo, solo que tenía la sensación de ser la única de las novatas que no avanzaba en su formación. Y eso me molestaba mucho.

No me había pasado cuatro años partiéndome la cabeza en la facultad para ser invisible. Y definitivamente, no me había tragado mi orgullo aceptando ese puesto para estar calentando una silla frente a su despacho.

Así que esa mañana, sin pensarlo demasiado, fui a buscar al otro socio del bufete: Carlos Maldonado, cincuentón con barba bien cuidada y una sonrisa que parecía más amable y menos problemática que la de Hugo.

—¿Tienes un minuto? —pregunté, tocando la puerta de su despacho.
—Claro que sí —respondió, con una calidez que agradecí.

Le expliqué que quería involucrarme de verdad, que estaba lista para asumir responsabilidades y demostrar lo que sabía hacer. Lo dije sin arrogancia, pero con firmeza.
—Me gusta tu iniciativa, Antonella —respondió tras escucharme con atención—. Tengo un caso de derecho civil que acaba de entrar. No es complicado, pero requiere orden y criterio… ¿Te animas?
—Ni lo dudes —respondí eufórica.

Salí de allí con una carpeta bajo el brazo y el corazón latiendo con fuerza. Había dado un paso. Uno mío.

Justo en la puerta del bufete, me encontré con Hugo. Llevaba la chaqueta del traje doblada en un brazo, las llaves del coche en una mano y esa expresión estática de “soy un ser sin sentimientos”.

—¿Cómo llevas el labio? —preguntó con una preocupación contenida.

—Mejor, gracias—contesté —. Le he pedido un caso a Carlos.

Me miro de arriba a abajo levemente sorprendido

—No he venido aquí a rellenar plantillas y hacer café.—añadi.

Mi respuesta no le sentó muy bien, pero a esas alturas me daba igual.

—¿Algún problema, Antonella? Nadie diría que hace unos días te salvé la vida.

Su tono prepotente fue como un latigazo.

—Ay, Hugo, no sé qué harás el día que deje de ser ese animalillo indefenso que siempre tienes que rescatar. Te tocará buscarte otro pilar para sostener tu enorme ego —respondí, sin perder la sonrisa.

—Creo que disfrutas intentando sacarme de quicio.

—Y tú siempre me infravaloras —lancé escocida.

—¿Querías un caso? Podrías habérmelo pedido y te lo habría dado, como a todos los demás. El problema es que crees que las cosas te caerán del cielo por tu cara bonita.

—Y tú crees que tratarme así va a alejarme de ti —me rendí, dejándome expuesta de nuevo.

No entendía por qué Hugo se comportaba así. Era como si el momento de vulnerabilidad en su habitación le hubiera hecho una brecha en su coraza y ahora quisiera repararla haciéndome daño. La única forma de neutralizarlo en esos casos era mostrarme vulnerable.

Me miró un segundo de más. Su mirada se desvió de nuevo hacia mi labio

—¿Te sigue doliendo?

—No

—Mentira.

—Un poco, quizás.

Por un segundo vi una media sonrisa asomarse en su rostro. El gris de sus ojos se suavizó un poco y me obligué a desviar la atención a cualquier otra cosa.

—Si le pedí un caso a Carlos es porque el abogado del que quiero aprender no parece muy interesado en convertirme en su aprendiz.

Hubo un silencio.

—No soy buen maestro —dijo con sinceridad.

—Tranquilo, yo soy muy buena alumna —mentí.

En ese momento, un motor interrumpió la conversación. Era Leo, con chaqueta de cuero y el casco colgando de un brazo, apoyado en la moto. Hugo lo vio, y no se molestó en disimular su incomodidad.

—¿Vas con él?

—¿Te molesta?

—¿En esa cosa? —señaló señalando la moto.

—Es una moto.

—Es un ataúd con ruedas.. Te llevaré yo —ordenó sin rodeos.

Rodé los ojos, incrédula; a veces me recordaba demasiado a mi padre.

—No, Hugo, no es necesario —repliqué, intentando ignorar la firmeza de su expresión—. Y, a menos que me lleves a la fuerza, no iré contigo a ninguna parte.

Estaba a punto de contestarme cuando su mirada se desvió, fijandose en algo detrás de mí. Me giré por inercia.

Dos hombres se acercaban con paso rápido. Los de la piscina, reconocí al instante.

Volví a mirarlo. Hugo se había tensado por completo.

—Muy bien, que te lleve Leo entonces. Hasta mañana —cedió por primera vez en su vida.

Me quedé tan sorprendida que quise entender la razón de ese repentino cambio, pero él, sin más palabra, se apartó y caminó hacia los dos desconocidos. Los saludó con un gesto breve; uno de ellos comenzó a hablar, visiblemente alterado.

—¿Antonella? —la voz de Leo a mi lado quebró mi concentración—. ¿Todo bien?

Aún observé unos segundos más. Ahora era Hugo quien hablaba, retomando como no el control de la conversación. Me mordí el labio, más por nervios que por otra cosa, y al final giré la cabeza hacia Leo, rindiéndome a la intriga.

—Sí… claro —me aclaré la garganta—. Vamos.

El viento de la tarde me despeinaba mientras Leo me conducía hacia su casa.

Vimos una película y cenamos sushi. Lo de siempre.

Yo intentaba concentrarme en él, en sus palabras, en la calidez de su voz… pero había algo, una espina de curiosidad que se negaba a salir de mi cabeza.

¿Por qué Hugo se relacionaba con gente así? ¿Serían clientes?

—Estás rara —me dijo, mirándome de reojo mientras fingiamos mirar una película en el sofá.

—¿Rara cómo?

—Como si estuvieras en otra parte.

—Estoy aquí —respondí, girándome hacia él.

—¿Y él?

—¿Quién?

—Hugo.

No contesté. Pero tampoco aparté la mirada.

—Dejaré de preguntarte cuando me des respuestas claras —añadió, en voz baja.

Empujada por una necesidad urgente, agarré su mano y la posé suavemente sobre mi mejilla. Quedó sorprendido, pero no se apartó; al contrario, acercó su rostro al mío, dejando nuestros labios a escasos centímetros de un punto sin retorno.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.