Lo que no deberíamos ser

| Fin de semana (part. I)

Ahora sí que sí.
Por fin podía decir, oficialmente, que trabajaba como abogada.
Una novata, sí, una junior... pero mi nombre empezaba a figurar en los papeles, y mis opiniones, en los debates.
Eso sí, el señor de la Fuente seguía sin prestarme mucha más atención.

Ojo, no pedía clases particulares ni que me hiciera la ola cada vez que acertaba con un caso, pero sí su consejo, su ayuda… y, ¿por qué no?, trabajar en uno de los suyos. Porque si algo estaba claro, era que en ese bufete, lo mejor lo tenía él.

Hugo era abogado penalista, lo que significaba dos cosas:

Se llevaba las portadas cuando todo salía bien.

Trataba con gente poderosa que valoraba la confidencialidad por encima de todo.

Estaba redactando el vigésimo contrato de fusión de la semana cuando mi padre apareció por sorpresa en mi cubículo.

—¿Qué haces tú aquí? —pregunté, con una mezcla de susto y fastidio.

—¿No puede un padre visitar a su hija? —respondió como si nada.

Miré a ambos lados, nerviosa. Mis compañeros seguían tan concentrados que ni se habían percatado de su presencia.

Le agarré del brazo y me lo llevé casi a rastras.

—¡Antonella! ¿Te has vuelto loca? —exclamó sin entender nada.

—Mira quién habla. ¿Sabes lo que pasaría si supieran que eres mi padre?

—¿Qué estás diciendo?

—Papá, lo último que necesito es que se sepa cómo entré aquí. Y mucho menos que mi padre es una de las mayores fortunas del país.

El señor Varela me miró desconcertado. En su mundo, ocultar su apellido era inaudito. Más bien al contrario: él conseguía todo solo con mencionarlo.

—No soy Timothée Chalamet. Es muy probable que esos chavales ni sepan quién soy.

—Son todos hijos de tu mundillo. Saben perfectamente quién eres… y que eres amigo íntimo de Hugo.

—Estás exagerando —intentó quitarle importancia.

Su actitud impasible, como siempre, me sacaba de quicio.

—¿Qué haces aquí? —le espeté, deseando volver a mi contrato.

—Vengo a comentarte un asunto. Si no es muy arriesgado, ¿podrías acompañarme a un sitio? —se burló.

Aunque nuestra relación no estaba del todo reparada, me alegró ver que al menos podíamos hacernos bromas. Aun así, su visita en ese momento era lo último que necesitaba. Dudé entre echarlo o seguirle, pero la curiosidad pudo más.

—Vamos. Rápido, por favor.

El bufete tenía diez plantas, suficientemente amplias como para perderte. Los carteles eran poco informativos, pero mi padre se movía por allí como pez en el agua.

Eso me confirmó que él y Hugo eran realmente amigos. No de irse de fiesta y ya está, si no de verdad: del tipo de amistad que se ve a diario, se apoya, se comprende.

Quizás empezaba a entender por qué se empeñaba tanto en alejarme.

Mis pensamientos me distrajeron lo justo para no darme cuenta de que el destino era, por supuesto, el despacho de Hugo.

—Buenos días, señor Varela —le saludó su secretaria, casi con una reverencia.

Él no pidió permiso ni esperó fuera. Simplemente abrió la puerta y entró.

Vi, durante una fracción de segundo, cómo el rostro de Hugo pasaba de relajado a tenso en cuanto me vio.

—Pensé que comeríamos solos —recalcó, sin filtro.

Lo miré unos segundos de más. Llevaba casi una semana sin verlo, y no podía explicar cómo podía echar tanto de menos a alguien tan complicado.

Vestía uno de sus mejores trajes: un tres piezas azul oscuro con una corbata gris a juego con sus ojos.

—Sí, la he traído porque quería comentaros algo —se disculpó mi padre.

—Julián, si la ven contigo… no me gustaría que alguien me reprochara nada.

—Otro con lo mismo —bufó mi padre—. He estado aquí miles de veces, por el amor de Dios.

Hugo pareció a punto de contestarle, pero se recostó en su asiento, entrelazando los dedos, y le dio paso.

—Tengo que marcharme este fin de semana por un asunto de negocios —me miró fijamente—. Lo siento, Anto. No me gusta irme tan pronto, pero te prometo que estoy intentando reducir mi carga de trabajo. No será habitual.

Fruncí el ceño. Una lucecita se encendió en mi interior. ¿Por qué me lo contaba delante de Hugo?

—Tranquilo, no pasa nada —intenté sonar amable—. Lo entiendo.

—Gracias, hija. Espero que seas igual de comprensiva cuando te diga que pasarás el fin de semana en casa de Hugo.

—¿Qué? —solté, sin poder evitarlo.

—Solo será el fin de semana, Anto. Me voy esta noche a Madrid y regreso el lunes. No quiero que te quedes sola.

—Estoy perfectamente bien sola —intervine—. He estado sola antes. En una celda, por si lo has olvidado —añadí, con el veneno justo.

—Antonella…

—No hace falta que me dejes en casa de nadie como si fuera una niña.

—No es por ti. Es por mi tranquilidad. Y Hugo vive cerca del bufete, es de confianza. ¿Qué problema hay?

—Que no me da la gana, así de sencillo —declaré, decidida.

Mis palabras no le sentaron bien a Hugo.

—Te ha ayudado en varias ocasiones, y te salvó la vida no hace mucho —añadió mi padre—. No creas que eso lo hace cualquiera, hija.

En ese momento me arrepentí de no haberle mentido cuando me preguntó por el labio.

—Puedo quedarme con Leo —dije, cruzándome de brazos.

—Con Leo no te vas a quedar —replicó, tajante—. Si en cinco minutos logró ahogarte, no quiero imaginar en un fin de semana.

Dirigí la mirada a Hugo. Hasta entonces no había intervenido. Ahora me miraba con una mezcla de paciencia forzada y autoridad silenciosa.

—¿Y tú? ¿Tienes algo que decir? —le solté sin filtros.

Se tomó su tiempo antes de contestar.

—No veo el inconveniente —dijo al fin—. Si tu padre prefiere que estés en mi casa, me parece bien. La habitación de invitados está disponible. Te quedarás el fin de semana. Punto.

Ese "punto" me cayó como una losa.
Sin espacio a protestar.
Sin intención de negociar.

—¿Crees que puedes darme órdenes?




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