Lo que no deberíamos ser

| Ni Leo, ni Hugo, ni paz

Los días en el bufete se convirtieron en un ejercicio de disciplina emocional. Y, todo sea dicho, estaba muy orgullosa de mí misma.

Desde que mi padre volvió, todo parecía haber retomado su curso habitual: reuniones, clientes, carpetas apiladas sobre los escritorios... Me estaba quemando por dentro, sí, pero aparentaba estar más feliz que nunca.

Hugo y yo compartíamos espacio. Solo eso. No nos cruzábamos.
Era casi ridículo cómo lográbamos no vernos, siendo él mi jefe y teniendo su despacho a escasos metros de mi cubículo. Pero lo hacíamos. Nos evitábamos. Nos esquivábamos como si nos hubiéramos convertido en dos polos opuestos, obligados a mantenerse lejos para no estallar.

Silencio.
Frío.

El único momento en que lo vi fue en una reunión general. Estaba sentado al final de la mesa, revisando notas, sin levantar la vista ni una sola vez.
Yo tampoco, aunque me muriera de ganas, y su presencia impidiera que prestara atención a lo que fuera que dijeran.

Cada palabra que pronunciaba, dirigida al equipo, iba cargada de una seriedad sobria, forzada.
Nada del tono cálido.
Nada de las ironías.
Nada de Hugo.

Y lo admito: una parte de mí deseaba que me mirara.
Pero otra, más orgullosa, lo necesitaba lejos.

Estaba furiosa. Y lo que es peor: herida.
Porque si ese beso no había significado nada, si de verdad pensaba que yo solo estaba jugando, entonces no valía la pena seguir desgarrándome por dentro.

Pasó una semana. Sin palabras. Sin roce. Sin señales.

Hasta que una tarde, entré en el despacho de Carlos para dejarle unos documentos firmados, y al salir, lo vi.

Hugo.
Apoyado en el marco de la puerta de su oficina, hablando con un abogado junior. Vestía de gris oscuro, camisa blanca arremangada, ese reloj caro que parecía formar parte de su piel.

No me miró.
Y, aun así, me detuve. Un segundo. Solo uno. El necesario para que nuestras miradas se cruzaran… y él desviara la vista de inmediato.
Porque así era el señor De la Fuente: un cabrón sin sentimientos ni culpa.

Y yo, tonta de mí, luchando para que los latidos de mi corazón volvieran a su ritmo natural.

Giré la cara y seguí caminando como si no hubiera pasado nada.

Si Hugo no pensaba volver a mirarme como aquella noche en la playa… entonces yo actuaría como si jamás lo hubiera hecho.

Llegó el viernes y, por suerte o por desgracia, Lucas apareció en la puerta de mi casa con su habitual sonrisa de “vengo a sacarte de tu mierda” y un plan que, hasta a mí, me parecía apetecible.

—Necesitas aire. Una copa. O dos…

—Necesito dormir —respondí, aunque sin mucha convicción.

—No me hagas suplicar.

Suspiré… y accedí. Porque en realidad sí necesitaba despejarme, borrar pensamientos, salir de esta tortura emocional en la que me había metido sola.

El bar era pequeño, asfixiante, y aun así estaba a reventar. Luces tenues, música electrónica suave, y copas de aquí para allá.

—Ven, quiero presentarte a alguien —dijo Lucas, tomándome de la mano con su naturalidad de siempre.

Me llevó hasta una mesa donde tres chicos y una chica reían sin parar. En el centro, uno destacaba por encima del resto. Alto, bien vestido, sonrisa encantadora… No necesitaba un mapa para saber quién era.

—Antonella, él es Álvaro —anunció Lucas, como si presentara a alguien importante.

—Encantado —dijo él, tendiéndome la mano—. Lucas me ha hablado mucho de ti.

Lo miré. Era guapo, sí, pero no mi tipo. Su atractivo residía en unos dientes demasiado blancos, pelo perfectamente engominado y unos abdominales que gritaban “paso tres horas diarias en el gimnasio”. No parecía interesante, ni mucho menos especial, pero debía admitir que para un rato… no estaba mal.

Cruzamos algunas palabras durante la noche. Las suficientes para tener claro que en esa “amistad” había un claro perdedor, y que Álvaro era tan hetero como gay. Su forma de mirarme, de buscar mi risa fácil, de inclinarse hacia mí… no me gustaban en absoluto.

—¿Y tú qué haces? —preguntó, fingiendo interés.

—Trabajo en un bufete.

—¿Una mujer bonita e inteligente? Qué peligro —comentó uno del grupo, con una risita desagradable.

Tragué saliva.

Otro chico soltó un comentario aún más baboso. La única chica del grupo ni siquiera me miró. Lucas, mientras tanto, parecía no notar nada. Reía, hablaba, intentaba integrarme. Pero la sensación de estar fuera de lugar era demasiado fuerte.

Aguanté dos copas más y busqué la excusa de siempre.

—Vamos, si lo estamos pasando muy bien —me pidió Lucas, poniendo cara de cachorro abandonado.

—Lu, lo siento. No es mi ambiente ahora mismo.

—¿Es por ese desgraciado? —exclamó, más alto de lo necesario.

—No, es porque trabajo quince horas al día y no me queda energía para nada más —mentí.

—¿Y Leo? —preguntó, cruzándose de brazos.

Mierda. Ni siquiera había pensado en él en esos días. Me había inundado el WhatsApp con mensajes, incluso había intentado venir a verme, pero mi padre seguía demasiado enfadado con él y yo no estaba para ponerme a discutir por eso.

Leo no se merecía mi silencio, pero si algo había aprendido tras aquel beso, es que en ese momento ni podía ni quería mantener ninguna relación.

—Lo solucionaré, te lo prometo —aseguré, convencida.

Lucas me abrazó con fuerza y, por primera vez en toda la noche, sentí algo de paz mental.

No me despedí de Álvaro ni de su grupo. Me fui en taxi, intentando entender cómo mi cariñoso y amable mejor amigo podía tener un gusto tan pésimo para los chicos.

Llegué a casa, me tiré en la cama y le envié un mensaje a Leo para quedar al día siguiente y “charlar” un rato.
Necesitaba cerrar páginas y terminar aquella puñetera novela turca de una vez.

Quedamos en la cafetería donde solíamos ir cuando empezamos a vernos, no hace mucho. Mesas de madera gastadas, olor a café fuerte y ventanales enormes parecían la escena perfecta para una ruptura amistosa. Aunque, en realidad, nunca llegamos a ser realmente nada.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.