Lo que no deberíamos ser

| HUGO

Las luces del Hospital La Fe brillaban con una frialdad que dolía. Un neón blanco recortado sobre el cielo aún oscuro de la madrugada. Aparqué a toda prisa en la zona de ambulancias, sin pensar en multas, sin pensar en nada. Solo bajé del coche y eché a correr.

Verónica me acompañaba; había insistido, y mi premura me había frenado para impedírselo. Solo necesitaba saber qué narices le había pasado a mi amigo.

Hacía apenas media hora que había recibido el mensaje.

De Antonella.

Corto. Simple.

“Mi padre ha tenido un accidente. Necesito que vengas. Hospital La Fe, planta 8.”

Como el que avisa que llegará tarde a casa.

Mis pasos resonaban sobre el mármol como un eco vacío. El corazón me latía tan fuerte que, por un instante, pensé que cualquiera lo podría oír.

—Buenas noches —me interceptó una enfermera tras el mostrador.

—Julián Varela. Ha tenido un accidente… —mi voz era tensa pero decidida.

—¿Es usted un familiar? —preguntó con un tono resabiado.

—Algo parecido.

—Si no es un familiar, no puedo…

—Quiero ver a su hija —corté de inmediato. Me miró sorprendida—. Está aquí, esperando. Solo necesito saber dónde está la sala de familiares.

Pareció sopesar un momento la respuesta, y pude ver de reojo cómo Verónica ponía una mueca de desaprobación. No era el lugar ni el momento.

—Al fondo, a la derecha.

—Gracias —le ofrecí media sonrisa.

Las paredes del hospital eran demasiado blancas. Demasiado silenciosas. Caminé veloz hasta una sala con sillas metálicas, una máquina de café que parecía rota y una televisión que nadie miraba.

No necesité ni medio segundo para encontrarla. Sentada —acurrucada, más bien— con esos ojos esmeralda empapados en lágrimas.

Me miró, y frente a eso no supe cómo reaccionar. De pronto se levantó como un resorte y corrió hacia mis brazos.

Ni siquiera me lo planteé; la rodeé con fuerza y necesidad.

Porque si, la echaba de menos y mucho.

Hundió la cara en mi cuello y, a pesar del momento, me sentí feliz como hacía semanas que no me sentía.

Nos separamos lentamente. Verónica nos miraba como si estuviéramos montando la escena del año.

Una enfermera salió al poco, con expresión tensa.

—¿Familiares de Julián Varela?

Antonella corrió hacia ella.

—Soy su hija. ¿Cómo está?

—Aún está en quirófano. Ha habido complicaciones torácicas. Lo están estabilizando. Les avisaremos cuando salga el cirujano.

—¿Eso es todo? —espetó, con un tono entre rabia e impotencia—. ¿Complicaciones? ¿Qué significa eso? ¿Va a vivir o no?

—No podemos dar más detalles por el momento —dijo en modo casi robótico.

—¡No me sirve eso! ¡Quiero saber si mi padre está bien!

Le agarré el brazo antes de que diera un paso más hacia la chica de mirada impasible.

—Cálmate. No le estás hablando a quien tiene las respuestas —intenté sonar sereno pero firme—. Y esto no es como lo de tu madre.

Me miró, casi paralizada. La conocía lo suficiente para saber que, en aquel momento, ya había revivido aquello mil veces.

Se tapó la cara con las manos y dejó que las lágrimas cayeran sin control.

Quise abrazarla de nuevo, agarrar su cara entre mis manos y decirle que todo saldría bien, pero sabía que aquello sería demasiado y no pretendía hacerle más daño.

—Pues parece que eres un imán para las tragedias familiares —saltó Verónica de repente, con esa voz melosa y cruel.

Me giré hacia ella como si me hubieran clavado un puñal. Pero no, se lo clavaron a ella, que es peor.

—Lárgate —solté sin dudar.

—¿Qué?

—Verónica. Fuera. No tengo ni la energía ni la paciencia para ti ahora.

—¿Hablas en serio?

—¿Me ves cara de broma?

Se quedó unos segundos dudando. Después, giró sobre sus tacones y desapareció pasillo abajo, lanzando una mirada de odio que me costaría más de lo que imaginaba. Pero me daba igual. En aquel momento solo podía concentrarme en ella… y en mi mejor amigo.

El que siempre había estado a mi lado, al que tuve que sacar de un pozo tan negro que ni siquiera su hija hubiera podido imaginar.

Del mismo que años atrás tuvo que sacarme él.

No habíamos pasado por todo aquello para acabar así. Ni pensarlo.

Las siguientes fueron horas eternas.

Nos sentamos. Caminamos por el pasillo. Tomamos café malo. Ella no paraba de llorar; yo permanecía a su lado, sin poder hacer nada más.

No mencionamos ningún enfado, ni el hecho de que llevábamos semanas sin dirigirnos la palabra. Era como si todo eso hubiera quedado relegado a una simple anécdota.

El beso, recordé.

Aquello me hizo odiarla a más no poder.

Lo había rememorado más veces de las que me atrevía a admitir y en momentos en los que no me sentía muy orgulloso. Y todavía seguía sin encontrar la forma de poder verla sin querer saltar sobre ella.

Cuando el médico salió, obligué a mi cerebro a apartar todos esos pensamientos, al menos temporalmente.

—¿Cómo está? —preguntó ella todavía con pánico en la voz.

—Vivo. La cirugía fue larga, pero ha respondido bien. Tuvimos que intervenir en el tórax y estabilizar una fractura costal que afectaba al pulmón. Está sedado, pero estable.

Se dejó caer en la silla, apoyando una mano en el corazón.

—Aún está en la Unidad de Cuidados Intensivos; podrá verlo mañana a primera hora cuando lo pasen a su habitación.

Por su mirada fiera, ya pude ver que no estaba muy de acuerdo con eso.

—¿Mañana? ¿Será una broma? —vociferó levantándose como una loba.

—Señorita Varela, su padre ha salido de una cirugía larga y delicada. Debe permanecer durante horas sedado y sin que ningún agente externo entre en la sala. Tiene una herida casi abierta.

Antonella parecía dispuesta a pelear, así que decidí intervenir.

—Nell, tiene que descansar. Y tú también —le recordé—. Darte un baño, comer algo…

—No quiero irme.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.