Lo que no deberíamos ser

| La manzana y el edén

Hugo me miraba como si no supiera si saltar… o correr en dirección contraria.
Entonces empezó a quitarse la ropa. Sin prisa, con seguridad, como todo lo que hacía.
La chaqueta primero, luego la camisa, que dejó caer sobre una tumbona. Después, los pantalones. Y, cuando se quedó en bóxer, yo ya estaba mordiéndome el labio para no babear como una idiota.

Sí, mi padre estaba debatiéndose entre la vida y la muerte y yo allí, metida en un agua que me calaba los huesos, intentando sentir algo que no fuera un pánico irremediable.

Y él era el único en el mundo que podía lograrlo.

En cuanto llegué a aquel frío hospital, le envié un mensaje. Una señal de socorro. Necesitaba algo familiar cerca, aunque eso significara perder el poco orgullo que conservaba.

Todos esos pensamientos se borraron cuando saltó al agua. Me salpicó entera y, cuando emergió, su pelo oscuro estaba pegado a la frente y sus ojos clavados en mí.

—¡Está helada! —se quejó de inmediato, nadando hacia mí—. Estás loca, ¿eres consciente, no?

—Y tú estás aquí —admití sin poder ocultar media sonrisa.

Estábamos cerca. No demasiado, pero lo justo para sentir su calor cerca de mí.

—Me pones entre la espada y la pared cada vez que me miras —respondió, sincero—. Y eso es lo que más me cabrea de ti.

—¿Seguro? ¿No era mi ironía, mi cabezonería y lo respondona que me vuelvo cuando tengo razón?

—Eres respondona siempre —recalcó.

—Tengo razón siempre —le recordé.

—Y nunca te callas, claro.

—Justamente tú lo tienes bastante fácil para hacerme callar.

Y le sonreí, como siempre había querido hacerlo. Con picardía y provocación.

No lo pensó mucho y situó cada una de sus manos a mis lados, acorralándome contra él. Sentí un hormigueo por todo el cuerpo que logró erizarme la piel mucho más que el agua helada.

Acercó lentamente su nariz a mi cuello, apenas rozando mi piel hasta llegar a mi oído.

—No quiero que lo desees ahora solo porque estás asustada —susurró, y parecía más una súplica que nada.

—¿Estoy asustada? Sí —afirmé, rotunda, mirándole directamente a la cara—. ¿Te deseo las 24 horas del día, los 365 días del año? Ni lo dudes.

Y ahí estaba: la sonrisa más genuina que le había visto nunca. Y adictiva.

Antes de que pudiera reaccionar, sus labios aplastaron los míos. Fue un beso salvaje, sin permiso, sin intención de controlarse. Me sostuvo contra él y, por un momento, sentí que el mundo se reducía al calor de su boca.

Cuando se apartó, yo apenas podía respirar. Pero tampoco necesitaba hacerlo.

Volví a besarlo, con ansia, con desespero. No sabía si habría más después de ese, y esa vez pensaba aprovecharlo al máximo. Su sabor era dulce, fresco, y ni siquiera el cloro del agua lo hacía menos adictivo.

—Ahora, si no es mucho pedir, me encantaría que salieras de esta maldita agua —reclamó en cuanto volvimos a separarnos.

Solté una carcajada relajada y sincera. Esta vez no había enfado ni huida; seguía estando en sus brazos a pesar de lo que aquello significaba.

Salimos de la piscina empapados, mientras el agua goteaba y dejaba huellas en el suelo. En ese momento sentí realmente el frío congelándome por dentro. Con todo, jamás me arrepentiría de aquella decisión.
No lo había hecho por él; fue más bien un impulso de alguien que acababa de sentir cómo caía por un precipicio y volvía de nuevo al borde.

—Estás helada —murmuró Hugo, tomando su chaqueta de la tumbona y colocándola sobre mis hombros.

No aplacaba el frío, pero el calor de su aroma me envolvió de inmediato, como si me sostuviera desde dentro. Mis labios comenzaron a chocar involuntariamente y el temblor se apoderó de mí.
Él, en cambio, parecía a temperatura ambiente, como si el agua helada de la piscina apenas lo hubiera rozado.

Apresuramos el paso hacia la casa. El viento de la noche se colaba entre los árboles del jardín, haciendo que la humedad calara aún más en mi piel. Al abrir la puerta, el contraste fue inmediato.

No hizo falta que le indicara nada; se movía con total familiaridad por el pasillo, como si pudiera recorrerlo a oscuras. En segundos llegamos al baño de invitados, el más cercano a la entrada. Amplio, con baldosas claras que devolvían la luz de un aplique suave en la pared, y toallas perfectamente dobladas sobre una repisa. Simona cuidaba siempre cada detalle de aquella casa.

Me quitó con rapidez la chaqueta, dejándola caer sobre un banco de madera, y giró el grifo de la ducha hasta el tope de agua caliente. Un chorro inicial, tibio y tímido, me golpeó rápidamente. Me deslicé bajo el agua, sintiendo cómo caía sobre mi piel como una caricia densa, y el calor empezó a volver a mi cuerpo.

Abrí los ojos y la mirada clavada de Hugo aumentó de pronto la temperatura.

—Es la segunda vez que me meto en una piscina para sacarte —bromeó, mirándome de arriba abajo sin disimulo.

—Y no te lo he pedido ninguna de las dos —reclamé.

—Tengo un don especial para saber lo que quieres sin necesidad de que lo pidas, Nell —insinuó con un tono totalmente distinto.

Mis manos acariciaron sus brazos con cuidado y, de un tirón, lo obligué a meterse bajo la ducha conmigo. No opuso resistencia, como si lo hubiera estado esperando todo ese tiempo.

Su mirada bajó directamente a mi cuello y, con el índice, levantó el tirante de mi sujetador, dejándolo caer por el hombro. En ese momento sentí cómo mi piel se quemaba, y no precisamente por el agua.

Repitió el gesto con el otro tirante y bajo mi sostén dejando mis pechos totalmente al descubierto.

La playa, la arena, aquella noche…todo se repetía una y otra vez en mi mente pero necesitaba borrarlo a toda costa.

Levantó con fiereza mi mentón y nuestras bocas, mas conocidas ahora, se juntaron con deseo.

Me agarro por la cintura enredando mis piernas alrededor de él. El agua seguía cayendo mientras notaba la dureza bajo su boxer clavada en mi.




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