Lo que no deberíamos ser

| Tenemos que aclarar las cosas

Hugo no me miró. Y aunque una pequeña parte de mí quería que lo hiciera, en ese momento lo entendí.
Su atención fue directa a la cama, donde mi padre, aún pálido, se incorporó un poco al verlo.
Yo retrocedí unos pasos y le dejé espacio.

—Hierba mala nunca muere, ¿no? —dijo Hugo, acercándose hasta quedar a su lado.

Julián sonrió, con un brillo de afecto en los ojos que me sorprendió.

—Sabes que soy duro de matar.

—No me des más pruebas de eso, ¿quieres? —replicó con una media sonrisa, posando una mano firme en su hombro.

Fue un gesto breve, pero con un peso que no dejaba dudas: lo quería.

—Espero que hayas cuidado de mi pequeña mientras echaba una cabezadita —soltó mi padre.
Lucas giró la cabeza con disimulo, ocultando su malestar, y Hugo directamente endureció el gesto.

—¿Sabes cuándo podrás irte? —respondió, ignorando por completo su comentario.

—Dame un respiro, hace unas horas estaba boca abajo en una lata de metal —siguió mi padre, como si nada—. Aún no han venido los médicos, supongo que a lo largo de la mañana me dirán algo.

Yo, desde un rincón, sentía como si no existiera para él. Ni una mirada, ni un gesto.
Solo ese trato cálido y atento hacia mi padre.
Y eso, de alguna forma, me indicaba que las cosas no iban bien.

—Estoy bien, chicos —murmuró mi padre mirando a todos los presentes—. No hace falta esas caras de circunstancias ni esa seriedad. Ha sido mucho menos de lo que parecía.

Ninguno respondió. Cualquier cosa que dijéramos sería una mentira, y no estábamos dispuestos a hacerle eso.

—Me voy, Julián —cortó el ambiente Lucas, para mi alivio—. Me alegra de corazón que estés así de bien.

—Gracias por venir, hijo —se abrazaron con ternura—. Sé que habrá sido difícil controlar a la fiera de tu amiga.

—No te haces una idea —respondió Lucas, abrazándolo nuevamente con una sonrisa sincera.

Cuando Lucas se giró hacia mí, Hugo lo observó con un gesto ligeramente desafiante. Como era él.

—Te espero fuera —dijo mi amigo, sin romper el duelo de miradas.

—Bueno, mejor os dejo solos un momento… —empecé a decir, hasta que el ruido de unos tacones contra la baldosa me interrumpió.

Verónica, perfectamente arreglada y con esa sonrisa falsa, asomó por la puerta.

—Julián… —se acercó rápido a su cama—. ¿Cómo estás?

Su mano se posó sobre la de mi padre con una naturalidad que me crispó. Me mordí la lengua, consciente de que cualquier comentario mío iba a sonar mal.
Ella no me miró, como si yo fuera invisible, y eso encendió aún más mis ganas de decirle algo.

—Tranquila, Vero, todo bien. Solo un susto —le contestó, devolviéndole la misma calidez.

Aproveché ese instante para mirar a Hugo, y cuando su mirada fría se posó en mí, sentí un miedo inexplicable.
Era muy consciente de que las cosas se complicarían cuando mi padre despertara.
La culpa azotaría a Hugo de lleno, como lo había hecho conmigo, y eso —al menos en el pasado— era lo que tanto lo había alejado de mí.

Una enfermera entró justo en ese momento.

—Vaya, cuánta gente —puntualizó, visiblemente molesta—. Tengo que arreglar la cama, si me disculpan…

Fui la primera en salir. Necesitaba aire, o acabaría desmayándome allí mismo.

En el pasillo, el silencio duró lo que tardó Verónica en poner un pie fuera de la habitación.

—¿Qué haces aquí? —solté sin tapujos.

Verónica arqueó una ceja.

—¿Disculpa? —sonó tan ofendida que casi me reí—. Julián es mi amigo, Antonella. Estaba preocupada.

Esta vez no pude contenerme y la carcajada salió sola.

—No eres nadie en esta familia. Así que...

—Cuidado, bonita. No seré nada aquí, pero en el bufete soy tu superior.

—¿Ah, sí? No me digas que ahora vas a empezar a pintar algo allí también… —empecé, pero Hugo se giró hacia mí.

—Ya basta —su voz fue firme, sin dejar espacio para réplicas.

—Ella… —intenté protestar.

—He dicho que basta —repitió, y esta vez su mirada me atravesó.

Y entonces, como un golpe bajo, añadió:

—Te llevo a casa, Verónica.

Ella sonrió. Apenas. Pero lo suficiente como para que yo lo notara.
Ambos se marcharon sin más, y yo me quedé allí, plantada, con cara de idiota.

—Que conste que yo te avisé —susurró Lucas en el peor momento posible.

******

Los días siguientes fueron un bucle: llegaba temprano al hospital, me sentaba junto a mi padre y le ayudaba a comer, a moverse, a distraerse. Él mejoraba, aunque no quiso contarme nada del accidente. Aun así, yo seguía insistiendo cuando lo veía recuperar algo de fuerza. Con el tiempo, opté por desistir y darme por vencida.

Hugo no apareció. Cada vez que insinuaba algo, mi padre lo defendía:

—Tiene mucho trabajo… y encima está ocupándose de cosas mías. Prácticamente lleva dos empresas, Nell.

Yo asentía, pero por dentro no entendía cómo, con toda esa supuesta preocupación, no encontraba un solo momento para pasar por allí.

—¿No podías dejar la farmacéutica con tu vice? —pregunté, algo sorprendida por semejante delegación de poder.

—Gustavo no es Hugo. Él es en quien más confío —añadió Julián mientras tomaba un sorbo de café—. Hay decisiones que afectan a mis trabajadores, a la empresa, a futuras investigaciones... Hugo sabe cómo me gustaría que fueran las cosas. Así de sencillo.

—No sé, papá. Tampoco estás incomunicado. Solo tienen que llamarte y preguntar.

Mi padre giró la cabeza con esa típica mirada de reprimenda.

—Hugo ha hecho mucho por mí, Antonella. Por los dos. Él me rescató muchas veces cuando me hundía por lo de mamá, te lo aseguro. Solo te pido que le des algo de manga ancha en el bufete.

Cerré los ojos con un suspiro pesado, cargado de cosas que no podía contarle.

Llevaba una semana fuera del bufete, y aunque sabía que me darían más tiempo si lo pedía, necesitaba volver a mi puesto. Ya nos habían avisado los médicos que mi padre pasaría a hacer reposo en casa ese mismo fin de semana, y no quería desaparecer de mis obligaciones por tanto tiempo.




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