Hugo no apartaba la mirada de mí, inmóvil, como si estuviera evaluando cada palabra que pudiera salir de mi boca antes incluso de que la dijera.
—Vamos a mi despacho —ordenó con ese tono que usaba en el bufete.
No me dio tiempo a contestar; simplemente se apartó del escritorio y comenzó a caminar. Lo seguí, notando cómo el eco de nuestros pasos en el pasillo parecía más alto que de costumbre.
Estaba enfadada, no podía disimularlo. No solo por su manera de ignorarme, sino por lo de Verónica, por el hecho de que lo necesitara todo ese tiempo… y por su absurda manía de huir cada vez que sentía culpa.
Una vez dentro, se apoyó en el borde de su mesa con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Sé que he estado ausente —empezó, con la voz grave y contenida—. Y no fue lo más correcto.
Solté una risa corta, sin humor.
—¿Ausente? —repetí, acercándome un par de pasos—. Ha sido una semana entera, Hugo. Ni un mensaje, ni una llamada… nada. Mi padre estaba bien, sí, pero eso no significa que yo no necesitara un poco de apoyo moral.
Sus labios se tensaron.
—Tenía mis razones.
—Ya claro, tus razones —corté, sin ganas de escucharlo justificarse—. Sé muy bien cuáles son, y sé que aparecen cada vez que lo miras a los ojos.
—¿Y te parece raro? —alzó un poco la voz.
—Tú me dijiste que habías tomado una decisión —le recordé, sintiendo un nudo en el estómago.
—Y la tomé —se reafirmó, para mi alivio—. Pero eso no hace que las cosas sean menos complicadas. Y menos si tengo que darte explicaciones de cada movimiento que hago.
Su dardo me dolió como una patada, pero sabía cómo devolvérsela.
—Mira, Hugo, tú no me debes nada… eso es lo que no te entra en la cabeza —intenté relajar el tono—. Sé perfectamente qué tipo de hombre eres. Y no me lo tomes a mal, pero no voy a pasarme la vida esperando a que decidas cambiar.
Su ceño se frunció apenas, aunque no parecía ofendido.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no hace falta complicarlo tanto. Esto no tiene por qué convertirse en un drama. No es serio… y está bien así. Mejor disfrutarlo y no llenarnos de remordimientos.
—¿Y tu padre? —preguntó, cruzando los brazos.
—He tenido mis lios y nunca me pidió un informe de ninguno.
Vi algo distinto en sus ojos. Me estaba midiendo, como si mi respuesta lo hubiera descolocado.
—Si para ti está claro que no va a más —dijo al fin, con una media sonrisa que no llegó a los ojos—, entonces… ningún problema.
Estábamos a un par de metros, pero la tensión se podía cortar con un cuchillo.
—¿Ya está? ¿Y ahora qué?
—Ahora… si no estuvieras tan enfadada, me acercaría a ti y te besaría. Porque es lo que llevo queriendo hacer desde que empezamos a hablar.
Me quedé sorprendida. No solo por las palabras, sino por el tono: bajo, seguro… y peligrosamente honesto. Mis defensas se derrumbaron y sentí una necesidad absurda de abrazarlo.
—Vaya… así que es verdad que ya no vas a huir —intenté seguir haciéndome la dura.
—Oh, Antonella… no tienes ni idea —sonrió, arrogante, seguro y, cómo no, irresistible.
—Entonces puede que no esté tan enfadada —murmuré.
Estaba de pie junto a su escritorio, con esa manera suya de ocupar el espacio, como si todo en la habitación le perteneciera. Como si yo le perteneciera.
Llevaba un traje gris impecable, que realzaba la amplitud de sus hombros y la línea recta de su espalda. La corbata, perfectamente anudada, contrastaba con el leve desorden de un mechón rebelde que caía sobre su frente.
Lo odiaba por eso: por esa capacidad de desarmarme sin mover un dedo.
Pero no me moví ni un centímetro. Era él quien tenía que tomar la iniciativa.
Sonreí al ver cómo daba un paso hacia adelante, hasta que un golpecito en la puerta rompió el momento.
—Adelante —dijo él sin quitarme el ojo de encima.
Entró una chica joven, pelo castaño recogido en un moño alto, gafas rectangulares, carpeta en mano.
Sofía. Mi compañera.
—Perdón, no sabía que estabas ocupado —comentó mirando primero a Hugo y luego a mí, con una sonrisa curiosa—. Quería darte los últimos retoques, como los pediste para primera hora.
—Claro. Gracias —respondió él formal.
Intenté recomponer mi rostro y parecer lo más neutral posible. Sofía era simpática, trabajadora y rara vez la veías meterse en ningún cotilleo. Aun así, no hacía falta ser un lince para sospechar de una abogada junior que, a las ocho de la mañana, está en el despacho del dueño del bufete sin tener ningún caso pendiente con él.
—Hola, Sofí —le dije, tendiéndole la mano con una sonrisa—. Bueno, señor de la Fuente, le agradezco que me dé el viernes libre. Mi padre sigue muy delicado todavía.
Me sentí algo mal por usar a mi pobre padre en aquel momento, pero era lo único que sonaba creíble.
—Ay, ¿todo bien? ¿Ha pasado algo? —preguntó, llevándose las manos a la boca, preocupada.
Respiré aliviada, y sé que Hugo también.
—Sí, tuvo un accidente… por eso no he venido —aclaré sin necesidad.
—Antonella, perdona, iba a preguntarte, pero ya sabes cómo vamos por aquí, a tope —se disculpó sincera.
—Será mejor que vuelva a su trabajo, señorita Varela —cortó rápidamente Hugo en su habitual faceta.
Fingí cierto escozor por su frialdad y me despedí con un gesto formal.
El resto del día me concentré en trabajar. Sumergirme en expedientes y llamadas era lo único que me ayudaba a no pensar demasiado.
Por la tarde, me crucé con Sofía en la pequeña cafetería del bufete. Tenía una energía tranquila que me caía bien. No solía pasarme por allí, pero aquel día tenía especial interés en saber si mi historia había colado.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó nada más verme.
Tragué lentamente.
—Bien, está recuperándose. Fue solo un despiste al volante —intenté sonar animada.
—Buf, entonces mejor. Tu padre es un hombre muy importante, debería ir con chófer a todas partes —puntualizó con naturalidad.
#216 en Novela romántica
#6 en Joven Adulto
diferenciadeedad, deseo pasion capricho, traicion atraccion secretos miedo amor
Editado: 05.09.2025