Lo que no deberíamos ser

| Solo diversión

Los tres días siguientes en el bufete se volvieron una coreografía de excusas y ausencias cuidadosamente medidas. Me las arreglaba para esquivar a Hugo sin que pareciera intencional: salir más pronto, faltar a alguna reunión… lo necesario para no verlo, pero tampoco delatarme.

No podía ir directa a buscarlo y cantarle las cuarenta como me hubiera gustado. No era mi marido, ni mi novio, ni absolutamente nada. Es más, en esa historia, yo era la querida.

Aun así, saber que tenía esa capacidad para estar con dos personas a la vez como si nada, quebraba en parte mi sensible corazoncito.

Él lo notaría, estaba segura. Como buen observador —y con el ego herido—, juntaría dos más dos y llegaría a sus propias conclusiones.

Me daba igual. Necesitaba algo más de tiempo para digerir del todo aquella nueva información antes de intentar fingir que no importab cuando me estaba quemando por dentro.

Esa mañana, me llamaron desde recepción diciéndome que Maldonado quería hablar conmigo.

Lo que faltaba.

No era un jefe demasiado exigente, ni estaba encima todos los días, pero de vez en cuando le gustaba reunirse para “darme directrices” sobre cómo seguir con algún caso que me había encomendado.

Como si no supiera, a estas alturas, rellenar un puñetero contrato.

Me puse de pie, forzándome todo lo posible por parecer simpática, guardé el portátil y tomé el ascensor hasta su oficina.

Entré, fingiendo una sonrisa que sabía que no parecería real, y choqué de frente con unos ojos que no eran los suyos.

Grises. Miel.

Mierda.

Estaba apoyado con una naturalidad desquiciante en el escritorio, con un traje azul marino que ya conocía demasiado bien —el que sabía que le quedaba perfecto— y ese aire de superioridad apenas disimulado. Cruzaba los brazos con confianza, como si me hubiera estado esperando todo ese tiempo.

—¿Dónde está Maldonado? —pregunté de inmediato, sin rodeos.

—Te has vuelto muy hábil para desaparecer.

Me giré hacia la puerta.

—Muy gracioso.

—Antonella, por favor.

Me detuve. Era la primera vez que usaba ese tono conmigo desde que empecé a evitarlo. No era arrogante. No era sarcástico. Era… diferente. Serio, casi vulnerable.

—¿Qué quieres Hugo?

—¿Todo esto por celos? ¿En serio?

—No sé a qué te refieres —mentí, clavando los ojos en el suelo—. He estado ocupada, simplemente.

—A otro con ese cuento —su tono mezclaba irritación con arrogancia, y eso me cabreaba aún más.

—Mira, Hugo, puede que sea algo nuevo para ti, pero por dos besos no te conviertes en el centro de mi mundo —dije, cruzando los brazos—. He estado fuera una semana y tenía mucho trabajo pendiente. No hemos coincidido y punto.

—¿Ni siquiera cuando iba a ver a tu padre?

—En esos casos, he preferido no estar porque pensé que así estarías más cómodo.

Me miró, inquisidor, como si intentara detectar qué había de verdad y de mentira en mis palabras. Yo aguanté, rebelde, y no le di ese gusto.

Él dio un paso hacia mí, y aguanté el impulso de retroceder.

—Lo que tú digas —dijo en voz baja—. Mira, Antonella, Verónica es…

—Me da igual —lo corté de inmediato, porque no estaba preparada para oírlo—. Te lo dije y lo repito: tú y yo somos algo pasajero, hecho simplemente para disfrutar. No busques complicarlo.

Lo vi dolerse un poco. Una grieta en su fachada perfecta. Me hizo sentir poderosa. Por primera vez, no me delaté. Una pequeña victoria.

Puede que alguien como Hugo nunca hubiera tenido que oír eso. Es más, solía ser él quien lo decía.

No respondió. Se limitó a caminar lentamente hacia mí.

—Hugo, no. No te acerques —susurré, y lo odié por lo fácil que era perder mi fuerza con él cerca—. Nos puede ver cualquiera.

Pero ni siquiera me oyó.

Se detuvo a menos de medio metro, bajó la mirada un segundo y estiró una mano con cuidado, agarrándome de la cintura y pegándome a él.

El contacto no fue suficiente para hacer que olvidara por completo el enfado, pero me recordó lo mucho que lo necesitaba.

Mi respiración se detuvo, y eso no le pasó desapercibido.

—El problema es cuando lo que dice tu boca y tu cuerpo son tan contradictorios —dijo, con esa voz grave, mucho más suave de lo normal.

Tragué saliva. Estaba tan cerca que podía oler su perfume… ese maldito perfume que siempre se me quedaba en la piel.

—Ay, Hugo… tienes tantas ganas de que pierda la cabeza por ti —dije, intentando sonar indiferente.

—No, Nell —respondió él, con esa seguridad que me desarma—. Tengo claro que el que tiene ese papel aquí soy yo.

Me mordí el labio, maldiciendo en silencio lo fácil que era caer cuando él me decía esas cosas.

—Pues no pareces hacer nada para evitarlo.

Él sonrió de lado, esa sonrisa que usaba cuando sabía que tenía el control… o creía tenerlo.

Se inclinó, rozando mis labios con los suyos, sin besarme del todo, como si quisiera darme una última oportunidad para arrepentirme. Pero yo no me moví. No me alejé. Y cuando por fin me besó, sentí que todo lo que necesitaba era eso. Fue un beso intenso, con urgencia, como más me gustaban.

Cuando se separó, apenas unos centímetros, su respiración aún rozaba la mía.

—Si te molesta, dilo —pidió mirandome con mucha atención.

Reí con amargura.

—No puede importarme menos —respondí segura.

Era falso, si, pero no pensaba darle ese gusto. Admitir que aquello me mataba solo demostraría, una vez más, que era yo la que sentía de los dos. Y no estaba dispuesta a hacerlo.

Él permaneció callado y su gesto no me indicó el efecto que había tenido mi respuesta.

—Perfecto —dijo de pronto, con ese tono casual que usaba cuando en realidad estaba midiendo cada palabra—, Siendo así, quiero que el viernes vengas a un sitio conmigo. Ya que te he dado el día libre.

Fruncí una ceja.

Y me acordé, la charla con Sofía y mi maldita excusa para estar allí.




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