Me miré al espejo por enésima vez, intentando repetírmelo.
No era una cita.
No era una cita.
No lo era. Y si lo repetía lo suficiente, quizá hasta me lo creería.
Hugo me había escrito la noche anterior avisándome que quedábamos por la tarde. Me extrañó, claro. Yo pensaba más en una cena… una discoteca. Pero no, al parecer ese no era su estilo.
Bajé al salón, donde mi padre hojeaba el móvil con la calma de siempre.
—¿Estás seguro de que puedes apañarte solo? —pregunté, fingiendo que solo era por preocupación.
—Más que seguro —dijo, bloqueando la pantalla—. Viene Camila.
Se me tensó el estómago. Él me miraba atento, era la primera vez que lo confesaba y quería ver mi reacción.
—Claro, me parece bien —mentí, con el tono más neutro que pude.
—Pásalo bien, cielo —me besó la frente.
Tragué. No, no me gustaba. Y punto. Pero no iba a arruinarle el día.
Seguí la dirección que me había enviado y llegué a una explanada enorme y vacía. Ni un árbol, ni una sombra. Me bajé del coche, frunciendo el ceño y rezando para que nadie me robara. Un minuto después, él apareció, aparcando justo detrás.
Bajó con esa seguridad irritante que parece que ensaya frente al espejo y se acercó a mí como si no hubiera nada raro.
—Sube —dijo, abriendo la puerta del copiloto.
—Es lo más parecido a un secuestro que he visto en la vida —dije con sorna.
—¿Un secuestro del que ya partes enamorada del psicópata? Raro.
—Já —reí de mala gana—. ¿Dónde vamos?
Me miró, estático, sin tener la mínima intención de responder.
Cedí, más por curiosidad que otra cosa, y entré a regañadientes en el coche.
Mientras conducíamos, decidí tantear terreno.
—Hugo… ¿sabes algo sobre el accidente de mi padre? —dije, buscando cualquier gesto que lo delatara.
—¿A qué te refieres? —dijo, y vi cómo desviaba ligeramente la mirada.
—Mi padre conduce como un abuelo, lo sabes. ¿Despistarse? No lo veo.
—Eso le pasa a cualquiera, Nell —murmuró él, mirándome un segundo antes de volver a la carretera—. No deberías preocuparte más de la cuenta.
No quise insistir, por ahora. Conocía al hombre que tenía delante y sabía que no iba a sacarle nada teniendo solo una conversación críptica como base. Necesitaba algo más.
Llegamos al helipuerto y me quedé un momento sin saber si reír o salir corriendo. Un par de hombres revisaban arneses y mochilas enormes.
Detrás, el helicóptero descansaba con el rotor quieto, como si esperara su momento para devorar el cielo.
—¿Qué es esto? —pregunté, aunque la respuesta estaba bastante clara.
—Paracaidismo —respondió, como si fuera lo más normal del mundo—. Dijiste que querías desconectar, vaciar la cabeza.
Le miré como si se hubiera vuelto loco.
—Yo hablaba de beber, bailar… incluso yoga.
—Ya te lo dije, Nell, no me gustan las medias tintas —dijo, quitándose la chaqueta con esa chulería suya.
Me contó, mientras caminábamos hacia los equipos, que saltaba desde hacía años. Al principio por curiosidad, y ahora por necesidad.
—Cuando estás ahí arriba, no existe nada más. Ni el pasado, ni los problemas. Solo el viento y tú.
No sabía ni qué contestar. ¿Lo había pensado alguna vez? Sí, claro, como todo el mundo, pero de pronto, verme allí me parecía un sueño. O una pesadilla.
—¿Tú idea es matarme? ¿Tan culpable te sientes?
—Muy graciosa —se burló—. No Antonella, el paracaidismo es muy seguro, tiene una tasa de muerte del 0,5%.
Lo miré, boquiabierta. Era la peor persona del mundo tranquilizando.
Llegamos y me presentó a dos tipos a los que ni siquiera presté atención. Sentía los oídos taponados y mi cerebro en modo alerta máxima.
Se agachó para ayudarme a ponerme el traje. La tela áspera se ceñía a mi cuerpo y él iba ajustando cada correa con precisión.
—Esto te va a sostener, así que bien apretado —dijo, tirando de una hebilla. Yo me tambaleé un poco y él no hizo por disimular la sonrisa—. ¿Nerviosa?
—No.
—Mentirosa —se agachó para comprobar las hebillas de mis botas.
Demasiado cerca. Demasiado Hugo.
Se levantó, me sujetó con firmeza el mentón y sentí como si me dijera mil cosas solo con una mirada.
—No quiero morir Hugo. Soy muy joven.
—Nell—. Me agarro los hombros y por un segundo logré sentirme protegida. — Esa opción no está dentro de mi planes hoy, no te preocupes.
—¿Cuántas veces lo has hecho? —pregunté, más para distraerme que por interés real.
—¿El que exactamente? —me regaló una sonrisa de esas que me hacen querer besarle.
Le pegué con disimulo hecha un manojo de nervios.
—Cientos —. Dijo al final.
—Porque el peligro y tú sois novios.
—Nos entendemos bien —contestó, y sus ojos grises, con ese destello de miel, me atraparon un segundo de más.
—Estás loco.
—Dijo la de la piscina —y continuó como si nada—. Esto aquí… y esto aquí.
—¿Y si me da un ataque de pánico? —intenté bromear.
—Para eso estoy yo.
Me mordí el labio y sus ojos se clavaron en mi boca. Aun así, no hizo nada. Era un gesto demasiado íntimo para lo que realmente éramos.
Subimos al helicóptero. El interior vibraba con el motor y el olor a combustible era fuerte. Me senté a su lado, intentando no mirar por la puerta abierta donde, en cuestión de minutos, el suelo se volvió una maqueta y mis manos se aferraron al arnés. Mi corazón empezó a ir más rápido que el motor.
Nos levantamos, y el aire azotó con fuerza el interior.
—No puedo —dije, intentando hacerme oír por encima del ruido.
—Claro que si —aseguro.
Me temblaban las manos, tenía la boca seca y el estómago se me encogía por segundos.
—Yo no tengo suerte Hugo, soy ese 0,5%, creeme.
—Por eso necesitas esto.
—¿Acabar hecha una pasa en el suelo? No logro juntar las piezas.
Hugo se giró, me agarró por la mochila y me obligó a mirarle.
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Editado: 05.09.2025