Lo que no deberíamos ser

| Distancia y una llamada

El calor de su cuerpo me envolvía como una manta. Dormía, o al menos eso creía, hasta que la pesadilla volvió.

Mi madre… su mirada preocupada… y esos dos hombres.
Los mismos que había visto hablando con Hugo en la piscina, en la puerta del bufete... Esta vez, en el sueño, ella parecía querer advertirme de algo, pero su voz se apagaba antes de llegar a mí.

Me desperté de golpe, jadeando y cubierta de sudor. Hugo estaba inclinado sobre mí, con las manos firmes en mis hombros.

—¡Antonella! —parecía intentar despertarme—. ¿Todo bien?

No respondí. Solo me aferré a él, buscando el calor que me devolviera al presente. Él me abrazó con fuerza, aunque noté también su inquietud.

—Lo siento, ha sido solo…

—Una pesadilla. Otra —murmuró, como quien toma nota de algo importante.

—Tranquilo, Hugo, en serio. No me pasa tan a menudo —me justifiqué, intentando calmarle.

—Empiezo a dudarlo —se quejó, y nos separamos.

Respiré hondo y puse mi mejor cara.

—Te lo prometo. Lo tengo controlado.

Pareció a punto de decir algo, pero no lo hizo. Yo lo agradecí.
Y así, sin más, volvimos a dormir.

Su respiración contra mi cuello me hizo sentir protegida, y aunque no debería, quería que aquello durase para siempre.

La luz de la mañana me despertó.
Lo primero que vi fue a Hugo, dormido a mi lado, boca abajo y con medio cuerpo tapado por la sábana. Tenía ese gesto relajado que lo hacía parecer aún más guapo… y más peligroso.

Mis ojos se posaron rápidamente en el tatuaje.
Esta vez podía verlo con más atención. Me fijé más en el lobo negro y agradecí a los dioses que ese estuviera ahora al mando.

Me quedé mirándolo, embobada, hasta que abrió los ojos y sonrió con ese aire suyo de chico que sabe que me tiene.

—Voy a empezar a cobrar por minuto —dijo, arrogante.

—Por favor… —contesté, rodando los ojos—. Ha sido pura casualidad.

—Tranquila, me encanta que lo niegues.

Le empujé levemente.

—Tengo que irme a casa —le dije, poniéndome en pie.

—Lo sé. Tienes mucho que anotar en tu diario.

—Vaya, te levantas gracioso, ¿verdad?

Se rió, relajado, saliendo de la cama y regalándome una imagen que tuve que esquivar para no volver a embobarme con aquel inhumano cuerpo.

—Te agradezco el día —me acerqué de nuevo cuando ambos nos vestimos.

Sus ojos, más claros con el sol de la mañana, me escudriñaron con atención. Sabía perfectamente qué iba a decirme.

—Nell —empezó, cuidando las palabras—. La pesadilla. Sigo pensando que deberías compartirlo con alguien.

Agaché la cabeza y tragué saliva.

—No, de momento no lo haré —intenté sonar segura—. Si veo que va a más, sí.

Su mueca de desaprobación fue respuesta suficiente.
Ahí estaba: el Hugo sobreprotector.

—Hugo, no es momento de ponerse en modo padre, créeme —bromeé, buscando cerrar el tema.

—Creo que he dejado bien claro que no busco ser tu padre —aclaró, más serio—. Pero tampoco voy a pasarte la mano por la cabeza como él, ante todo. Tienes cosas que solucionar y eso es evidente —siguió, y eso me sacó de mis casillas.

—Vaya… no quieres ponerte como un padre, sino como un novio —ataqué sin necesidad—. Me da que no encaja con lo que tenemos.

Se le endureció la mandíbula y volvió a mirarme distante, con esa barrera invisible entre los dos.

—No te preocupes, Antonella. No voy a confundirme mas.

Su tono no fue elevado, ni sarcástico. Fue más peligroso que eso: medido. Tranquilo.
Metió las manos en los bolsillos y se dirigió a la puerta.

—Solo me aseguraba de que durmieras bien —se giró con una sonrisa seca, casi burlona—. Pero en realidad no es asunto mío. No es que vayamos a dormir muchas más noches juntos.

Y ahí estaba.
El Hugo que se tragaba lo que sentía, convirtiéndolo en ironía afilada y distancia medida.

Aguanté el golpe sin mostrar ningún sentimiento, y se marchó sin esperar mi respuesta.
Tampoco es que tuviera ninguna.

Bajé las escaleras en silencio, descalza aún, sujetando los botines con una mano.
Él ya estaba en la puerta, con las llaves del coche en la otra. El gesto contenido.
No me miró al principio. Solo giró el llavero entre los dedos, como si no acabara de herirle el orgullo.

Me detuve a medio metro de él.

—Hugo… —empecé, sin saber muy bien a dónde quería ir con eso—. Agradezco tu preocupación, pero hay cosas que tengo que solucionar yo solita.

Caminó hacia la puerta sin mirarme y la abrió.

—Vamos. Te llevo —dijo simplemente.

Lo seguí en silencio, como si cualquier palabra más pudiera estropearlo todavía mas.

Subimos al coche.
Él encendió el motor sin música, sin hablar.

Llegamos al mismo descampado en el que dejé mi coche, que mágicamente no estaba robado ni saqueado, y abrí la puerta.
Lo miré y, por más que buscara, no encontraba ninguna palabra, broma o discurso que pudiera arreglar las cosas.

—Nos vemos en el bufete —solté sin más.

Se despidió con un leve movimiento de manos y salí rendida.
Con Hugo siempre era así: pasabas de cielo al infierno en apenas unos segundos.

*****

Cuando entré a la cocina, lo primero que noté fue el olor del café recién hecho.
Lo segundo, el silencio de mi padre, concentrado en su teléfono.
Se había duchado, afeitado y cada vez volvía más a ser el de antes.
Yo, en cambio, parecía recién escapada de una pelea con mi almohada.

—¿Noche movida? —preguntó, sin apartar la vista.

—Normal… —contesté, esquivando su mirada.
Me serví un vaso de agua.

—Normal para ti significa muchas cosas —dijo, con tono neutro—. Y sé que ya no estás con Leo.

—¿Desde cuándo te importa mi vida sentimental? —me defendí, aunque con una sonrisa.

—Desde siempre. Y ahora, más. No quiero que te metas en problemas.

—Tranquilo, papá. No estoy metida en nada raro.




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