HUGO
Acababa de colgar.
Apoyé el antebrazo contra la barandilla del balcón y suspiré. No por pena ni por arrepentimiento. Por hartazgo.
¿A qué imbécil se le ocurrió decir que lo prohibido era emocionante?
Mentía. O nunca estuvo tan metido como yo.
¿En qué momento me había convertido en el tipo que acepta llamadas de borrachera y culpa?
El aire era espeso, caliente, y empezaba a ser asfixiante.
No había ni un maldito ruido, salvo mi cabeza intentando ordenarse. O esquivar lo que sabía de sobra: me estaba metiendo en un laberinto sin salida, y no tenía ninguna intención de buscarla.
La puerta corredera del dormitorio se abrió detrás de mí.
—¿No duermes? —preguntó Verónica.
No me giré. No hacía falta. La conocía tanto como ella a mí. Y eso era un problema.
—Tenía calor.
Escuché sus pasos descalzos sobre la tarima, acercándose sin disimulo. Me rozó el brazo.
—¿Otra vez el móvil? —preguntó con un tono que rozaba el reproche.
No contesté.
—Te he oído hablar —siguió—. ¿Era algún cliente?
Volví a no responder. Eso fue suficiente.
—No soy idiota, Hugo. Sé perfectamente cómo te comportas cuando hay otra. —Ahora sí, su voz era de acero.
Giré la cabeza para mirarla. Aún llevaba mi camiseta puesta.
—Verónica —dije, con esa calma que tanto le molestaba—. Nunca te he tenido que dar explicaciones. No voy a empezar ahora.
—No. Solo me tratas como si estuviéramos casados desde hace treinta años y ya no quedara ni interés. —Me atravesó con los ojos—. Te has follado siempre a quien has querido, pero eso no te quitaba las ganas de mí.
Me encogí de hombros.
—¿Quieres saberlo o solo estás buscando que confirme lo que ya imaginas?
Se cruzó de brazos. La tensión en su mandíbula delataba lo que le costaba no gritarme.
—¿Sabes lo que más jode? —dijo finalmente—. Que esa almohada huele a otra, y antes al menos tenías la decencia de no traerlas aquí.
—Es mi casa.
—¿En serio? ¿A estas alturas?
No dije nada. Ni una palabra. Ni siquiera un gesto.
No había nada que negar ni que explicar.
—Y no me vengas con tu frialdad de siempre —continuó—. Porque esta vez es diferente.
Me giré del todo, enfrentándola.
—No tengo ninguna obligación contigo, Verónica. Nunca la he tenido.
—Solo quiero que me digas si debería preocuparme —su voz tembló ligeramente—. No tengo por qué aguantar tanto, Hugo.
—Si sigues es porque quieres.
—No me has contestado.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Si es importante? —estallé sin saber por qué—. Pues lo siento, no te daré ese gusto.
No había espacio para el consuelo. Ni podía ni sabía cómo hacerlo.
—¿Quién es, Hugo? —intentó ocultar su voz rota.
Me crucé de brazos como respuesta. Ni siquiera lo volvió a preguntar.
Me miró como quien quiere odiar, pero aún no puede.
Se dio la vuelta, sin decir nada más, y cerró la puerta del dormitorio tras de sí.
Me quedé solo en el balcón.
Unos ojos esmeralda quisieron colarse en mi cabeza, pero no lo permití.
No iba a pensar en ella. No ahí. No ahora.
Y, aun así, el olor que dejó en mi almohada… era mejor que cualquier recuerdo.
*******
A la mañana siguiente quedamos donde siempre.
Un sitio discreto con un café fuerte, sin azúcar, como me gustaba. Julián ya estaba en la terraza del local, esperándome.
Tenía mejor cara. Las secuelas del accidente apenas se notaban, pero yo sabía leer los matices: el cansancio en la mirada, la forma en que evitaba ciertos gestos… y el ansia por volver a controlar media ciudad con un teléfono.
—¿Cómo vas? —pregunté, dejándome caer en la silla frente a él.
—Podría estar mejor. Podría estar muerto también —contestó.
Le di un sorbo al café.
—¿Ahora es un buen momento para hablar del tema?
Suspiró.
—Ya empezamos.
—Julián —interrumpí, serio—. Me conoces. No doy vueltas por gusto. Algo no encaja.
—¿Y qué quieres hacer?
—Ya te lo dije: investigar. Pero necesito acceso a ciertos informes.
Me observó con esa mezcla suya de escepticismo y resignación.
—Llevo días aguantando tu insistencia. Haz lo que tengas que hacer, si así me dejas en paz. Entre tú con esto y mi hija queriendo que me convierta en el abuelito de Heidi…
Miré mi taza un segundo de más. No quería pensar en ella.
—¿Qué piensas exactamente? —me devolvió a la conversación—. ¿De verdad he cabreado a alguien tanto como para querer matarme?
—Bueno —escogí las palabras con sumo cuidado— Últimamente no, pero ya sabes lo que pasó hace cuatro años.
Él bajó la mirada. No quería oír hablar del tema. Nunca quiso.
—No, Hugo, estás desvariando —negó rotundo—. Aquello se enterró, créeme, me encargué de ello.
Asentí, muy despacio.
—Sí, pero es la única persona que puede hacer algo así.
—¿Después de tanto tiempo? ¿Para qué?
—Tú y yo sabemos que la venganza, cuanto más pensada, más efectiva —expuse, y le miré serio—. Si es así, y tengo razón, no va a parar hasta verte destrozado. ¿Lo sabes, no?
Julián se quedó pensativo, mirando a la nada, pero yo sabía que en su cabeza se amontonaban muchos recuerdos… y mucha culpa.
—Entonces averígualo. Sabes dónde ir. Ve, y nos quitamos esto de encima cuanto antes —le tembló una vena en la sien—. Eso sí, no quiero volver a tocar este tema.
—Lo prometo —dije simplemente.
—Tendrás que ir a Málaga.
Asentí.
—Me iré mañana y volveré el viernes.
—Bien. Porque el sábado te necesito aquí —cambió de tema de golpe, como quien cambia de máscara.
—¿Para?.
Le miré confundido, arqueando una ceja. Mientras él sonreía con suficiencia.
—Hugo, es nuestro cumpleaños.
Se me heló la sangre. Había pasado por alto la fecha.
Esa maldita coincidencia del universo que antes era un símbolo más de nuestra amistad y ahora otro recordatorio de lo pesada que era mi traición.
#216 en Novela romántica
#6 en Joven Adulto
diferenciadeedad, deseo pasion capricho, traicion atraccion secretos miedo amor
Editado: 05.09.2025