Llevaba una semana encerrada entre códigos mercantiles, cafés fríos y post-its con notas que ya ni entendía.
La oficina estaba en silencio, como suele estar a esas horas en las que solo quedamos los que realmente queremos —o necesitamos— quedarnos.
Yo, como siempre, intentando demostrar que estaba allí por algo más que un favor.
Y para qué negarlo: ocupando la cabeza con el hecho de que él no estaba.
Y aunque intentaba concentrarme…
No lo conseguía.
Seguía en Málaga. No me había dicho gran cosa sobre el viaje, más allá de lo profesional. Ni fechas exactas, ni detalles.
Típico en él.
Y luego estaba esa fiesta…
Lo último que me apetecía en el mundo era estar en aquel lugar, rodeada de gente que no me apreciaba lo más mínimo pero que adoraba hacerle la pelota a mi padre y a Hugo.
Quien, a todas luces, iría acompañado de su flamante novia.
Una noche entera en la que estaría ignorándome por completo. Siendo, encima, su cumpleaños.
Todavía seguía sopesando si regalarle o no algo. ¿Era un gesto demasiado romántico? Además ¿Cómo podías sorprender a alguien así? ¿Con el ego en las alturas y una indecente cantidad de dinero?
—Te vas a fundir las pestañas, Anto —me dijo Sofía, dejándose caer frente a mí con su táper de ensalada y aire de cansancio crónico.
—Estoy hasta arriba. No me da la vida. Me han pasado ahora una ampliación de la fusión de la azulejera, tengo que rehacer el informe completo.
—Ya. Pero si mueres, no te van a pagar horas extra desde el más allá. Come.
Sonreí. Cogí el tenedor y pinché un tomate como si fuera culpable de todos mis problemas.
—¿Y tú qué? ¿Algún drama sentimental reciente? —pregunté, con la boca medio llena.
—Muy reciente. Me dejó en visto después de invitarme a cenar sushi y decirme que era “demasiado intensa”.
—Igual se atragantó con el wasabi y murió.
—Eso me haría sentir mejor, gracias.
Reímos. No era una risa ruidosa, sino de esas cómplices.
—¿Y nada nuevo? —seguí indagando.
—Si te refieres al amiguito ese tuyo que me presentasteis… va a ser que no.
Apreté los labios, delatándome.
—No sé de qué me hablas —fingí.
—Venga, eso olía a encerrona por todas partes.
Antes de poder rebatirlo, entró Verónica.
Tacones. Traje rojo. Gesto de pocos amigos.
Y los ojos, directos a mí.
—Antonella, espero que el informe de Navacerrada esté antes de las cinco. Si no, hablaré directamente con dirección.
—Sí, claro. Tenía que acabar una cosa, pero ya lo tengo casi listo —respondí, sin dejar de mirarla.
—Casi no sirve de nada. No solo tienes que mantener contentos a los socios...
Y se fue.
Fría. Rápida. Hiriente.
Sofía se giró a mirarme con cara de quien acaba de ver a una inspectora de Hacienda gritarle a una monja.
—Vale… ¿pero qué le pasa? ¿Desde cuándo te trata así?
Me encogí de hombros, sabiendo que tenía que medir cada palabra.
—No lo sé. Supongo que no soy de su agrado.
—No me jodas, Antonella. Además, hasta donde yo sé, solo trabajas con Maldonado…
—No… a ver… es que Hugo es muy amigo de mi padre.
Me miró, entre sorprendida y extrañada.
—¿Y te odia por eso?
Tragué otro trozo de lechuga con disimulo, buscando la salida mas plausible.
—Verónica es íntima de Camila, la novia de mi padre. No me cae especialmente bien y supongo que todo está un poco cruzado.
Sofía arrugó la nariz.
—¿Y por qué tendría eso que ver Hugo?
—No lo sé. Está enfadada y lanza a todas partes. No es nada grave, simplemente me trata como a todos los abogados que somos junior, ¿no?
—Sí, supongo… —no sonó muy convencida.
—De todas formas, tampoco es que la vea tanto.
—Menos mal. Porque si esa mujer pudiera matar con la mirada…
Asentí, intentando que no se me notara el nudo en el estómago.
Sofía parecía seguir sin hilar nada... Y así tenía que seguir siendo.
Esa noche, tumbada en la cama, miré el techo durante varios minutos antes de abrir el móvil.
Lo tenía claro desde que me había despertado.
Quería escribirle.
Anto: Espero que no me hayas echado mucho de menos.
Por aquí todo sigue igual… hemos perdido un 85% de arrogancia, pero todo controlado
Releí el mensaje unas diez veces hasta atreverme a darle a enviar.
La llamada había suavizado las cosas, pero sin poder verlo, no sabía si seguía estando enfadado.
Esperé.
Tardó.
Más de lo que necesitaba mi cordura.
Hugo: Ya te echas de menos tú sola, no me metas.
Aunque reconozco que sin mí el bufete pierde gracia.
Sonreí como una tonta. Una muy feliz.
Anto: Como siempre. Qué humilde.
Hugo: Soy muchas cosas. Humilde no.
Pero no te quejes tanto. Mientras vuelvo, puedes hacer una lista de todas las cosas que no sabes hacer sin mí.
Anto: Esa lista sería muy corta.
Cabrearme y arriesgar mi vida.
Por cierto, ¿Qué quieres para tu cumpleaños?
Hugo: Confiesa que me necesitas.
Y no me gustan los cumpleaños.
Cómo no. Él, siempre haciéndose el interesante.
Me sentí tentada a confesarle que tenía razón, que lo necesitaba, y mucho.
Pero no, era más divertido tirar por otro camino.
Anto: Admito que hay habilidades tuyas que puede que sí necesite. O incluso que eche de menos.
No te hagas el guay, a todo el mundo le gusta recibir regalos.
Hugo: ¿Quieres convertir esto en una conversación caliente?
Tu ropa interior puede ser un buen regalo, ahora que lo dices.
Reí, sola, mirando una estúpida pantalla de móvil.
Anto: Siempre quieres pervertirlo todo.
Hugo: Habló la madre Teresa de Calcuta.
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Editado: 05.09.2025