Esa noche no hubo pesadilla.
Simplemente, no podía dormir.
Miraba al techo, cerrando los ojos e intentando pensar en algo que no fuera aquella maldita noche.
Me inventé que el perrito me había sentado mal, que me dolía el estómago, que era mejor descansar. Y él no insistió; me dejó en casa y se marchó tan tranquilo.
Ahora estaba sola, en mi cama, con pensamientos como agujas atravesándome. Me dolía la cabeza, me dolía el pecho. No sabía cómo enfrentarlo todo, no sabía cómo actuar a partir de ahora.
Mi primer impulso fue buscar el teléfono en la mesita.
—Lucas —saludé en cuanto sonó el primer tono.
—Iba a llamarte —respondió enseguida—. ¿Para la fiesta esa… qué se supone que tengo que ponerme? Quiero decir, ¿Habrán tíos de mi edad o solo…?
—Se lo conté —solté sin tapujos—. Le recordé lo de la noche de San Juan.
Bufó, resignado. Sí, la telenovela seguía.
—No me digas que no vas a ir porque ya me había hecho ilusiones.
—No se acuerda Lucas. De nada.
—¿Cómo que no? —se quedó en silencio unos segundos, como procesando—. Pero tú lo recuerdas, ¿no?
Asentí aunque sabía que no podía verme.
—Sí, lo recuerdo, pero… ya no lo sé. Había bebido, lo de mi madre…
—Joder, Antonella —suspiró—. ¿Quién está tan mal de la cabeza para inventar eso? ¿Te fumaste un porro o tomaste algo raro?
—No, Lucas, ¿qué dices?
—Pues o estás peor de lo que pensaba o él te está mintiendo —me advirtió con seriedad—. Sinceramente, siendo Hugo el número uno huyendo de los problemas, me cuadra más la segunda opción.
Me quedé en silencio. No, Hugo no ganaba nada con una mentira así.
—Sé que no es santo de tu devoción, pero nunca me ha mentido —le defendí, bajando la voz—. No sé, Lucas, estaba muy obsesionada con él y todo se me caía encima. Puede que la borrara de su memoria, fin.
Lo oí suspirar y sabía, por lo mucho que nos conocíamos, que se guardaba mucho más por decirme.
—Entonces da igual, Nell —respondió—. Quiero decir, ahora sí que estáis juntos, eso es real ¿no?
Respiré hondo y miré al techo.
Lucas tenía razón. Lo de ahora era más que real.
—Sí, claro. Es solo que…no sé, no entiendo nada.
—Antonella, a riesgo de que me cuelgues y te vuelvas a enfadar, te diré una vez más: ¿En serio todo esto vale la pena?
Lo pensé, uno, dos minutos.
—Ojalá pudiera decirte que no —fue lo único que respondí.
Colgué con una mezcla de nervios y ganas. Tenía que decidir qué hacer ahora.
El reloj avanzaba y yo seguía ahí, entre la alegría y la duda, preguntándome cómo encajar ese pasado que nunca existió para él con el presente que se sentía tan fuerte y real.
*****
Bajé al salón y allí estaba mi padre, desayunando en silencio. Me acerqué corriendo y, sin pensarlo, le di un abrazo fuerte, de esos que le salen del alma.
—Feliz cumpleaños, papá —le dije con una sonrisa.
Él me devolvió el gesto. No tan feliz como esperaba.
—Gracias, cielo.
Saqué de la bolsa un sobre envuelto en un lazo.
—Esto es para ti. Un viaje a Alaska, tú y yo, para que desconectemos y pasemos tiempo juntos. No tiene fecha todavía, pero quiero que lo hagamos cuanto antes.
Él me miró sorprendido, con esa mezcla de emoción y nostalgia que siempre le asomaba a la cara cuando hablábamos de planes.
—Me parece estupendo —agradeció sincero.
—¿Estas listo para esta noche?
—No te voy a mentir, hija, he dejado ya los antibióticos y pienso pegarme la fiesta de mi vida.
Rodé los ojos, resignada. Ya no podía obligarle a hacer cuarentena y, la verdad, se le veía prácticamente recuperado.
Nos sentamos juntos en el sofá y, de repente, noté cómo su brillo se apagaba.
—Le encantaba celebrar los cumpleaños —murmuró, con un hilo de voz que casi no reconocí.
Ella.
Claro.
Siempre aparecía en los días importantes.
—Le encantaba celebrarlo todo. Hasta la primera vez que os besasteis.
Sonrió, pero con una tristeza imposible de ocultar.
—La echo de menos cada día, Antonella.
—Lo sé —dije con ternura—. Puedes seguir haciendolo pero ser feliz entre rato y rato.
Él asintió y se quedó mirando al vacío, como recordando aquellos momentos que para nosotros fueron perfectos y ahora, quizás, demasiado cortos.
—Es tu día, papá. Te habría matado por no disfrutarlo después de lo que has pasado.
Me besó la frente y nos quedamos un rato en silencio, a pesar de estar con el mismo pensamiento en la cabeza.
—¿Todo bien? —preguntó al cabo de un rato.
—Sí, claro —soné convencida.
—Como ayer saliste muy guapa y has dormido en casa…
—Será mejor que dejes tus investigaciones, señor Holmes. No te llevarán a ningún sitio.
Me mantuve firme a pesar de que me escudriñaba con la mirada.
—Ya claro, seguro —dijo convencido.
El resto del día pasó sin más. Por la mañana en la piscina, luego, comimos en nuestro restaurante favorito y llegamos a tiempo para prepararnos.
La noche se antojaba larga.
****
La base del moño tiraba de mi rostro con la misma fuerza que tiraban los pensamientos que no lograba apartar.
El espejo me devolvía una imagen distinta: el vestido azul cobalto, largo, ceñido en la cintura con un escote limpio en forma de corazón y una espalda casi completamente al aire.
No era mi vestido más recatado. Ni lo pretendía.
Tampoco era mi noche más serena.
Me retocaba el brillo de labios cuando volví a pensar en lo de la feria. En cómo me excusé con un “creo que me sentó mal el perrito” y él, para mi sorpresa, no preguntó más.
Ni una sola palabra.
¿Sabía que algo pasaba?
Seguramente.
Pero Hugo tenía una extraña habilidad para no insistir cuando algo dolía de más.
Suspiré, dejando el pintalabios sobre la mesa y poniéndome los pendientes. Brillaban con discreción, pequeños zafiros oscuros que hacían juego con el vestido.
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Editado: 05.09.2025