Lo que no deberíamos ser

| Mentiras

Gritos.
Copas rotas.
Tacones huyendo.

Gente gritando “¡Han disparado, han disparado!”, y en cuestión de segundos la sala se convirtió en una estampida. Algunos corrían sin mirar atrás. Otros buscaban a sus parejas, a sus amantes, a quien fuera.

Yo no me movía. Solo tenía ojos para él.

—¡Hugo! —grité antes de pensarlo, antes de entender siquiera qué acababa de pasar.

Estaba agachado, con una mano en el costado y la otra empujándome hacia atrás sin violencia, como si, aún en medio del caos, quisiera protegerme de algo más que un balazo.

—No ha sido nada —murmuró él, tenso, pálido—. Solo un rasguño.

Un rasguño. Claro.
Su traje oscuro tenía un discreto agujero y, debajo… sangre. No era mucha, pero estaba ahí. Quería arrancarme los ojos para no verla.

La gente seguía huyendo. Algunos se detenían a mirar desde lejos, otros salían por las puertas laterales. Había empujones, gritos, miedo…

Y yo, muda, sin poder decir absolutamente nada.

—El disparo era para mí —entendí demasiado tarde.

Ahora era él quien me miraba con pánico. Como si el decirlo lo hiciera más real.

Y entonces, mi padre.

Entró como una ráfaga: serio, contenido. A su lado venía Verónica, con los labios apretados, y Camila, más confundida que asustada.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó, desesperado. Me miró, asegurándose de que estaba sana y salva, luego a Hugo, y después a la sangre—. Tenemos que salir de aquí.

Yo no entendía nada. Pero no quería soltar a Hugo. Aun así, Verónica me apartó sin delicadeza y él se apoyó en su hombro para caminar. No sé si por gusto o por necesidad.

Fuimos directos al salón contiguo, vacío y privado. Lejos del caos.
Mis manos sudaban y sentía la boca seca.

¿Qué narices acababa de pasar? ¿Habían intentado matarme?

—Tenemos que mantener la calma —empezó mi padre, como si tal cosa.

—¿Calma? —bramé, furiosa—. ¡Tiene que ir a un puñetero hospital!

—¡No! —rugieron los dos a la vez. Mi padre y Hugo. Con la misma fuerza.

Me quedé muda. Hugo se tensó de dolor, y en ese instante Verónica se arrodilló junto a él y le acarició el rostro. Se aferró a su cuello como si fuera suyo. Y lo era.

El problema es que ese disparo me atravesó también a mí, aunque no me hubiera tocado.

Sentí un odio oscuro que no reconocí.

—Ve y busca a David —ordenó Julián a Camila, que obedeció sin más—. ¿Estás bien? —preguntó al fin a su amigo.

—¿Tú qué crees? —respondió Hugo sin un ápice de simpatía.

Pasaron unos minutos en silencio, en los cuales Verónica no paraba de lloriquear al lado de un Hugo que parecía más enfadado que dolido.

—¿Por qué narices no llamamos a una ambulancia? —pregunté ante el silencio de todos.

De pronto llegó uno de los invitados. Un hombre de unos cuarenta, con gafas y una tranquilidad casi obscena.
Se arrodilló junto a Hugo, inspeccionó la herida sin hacer demasiadas preguntas. Dijo algo sobre que no había perforado nada grave, que la bala no había quedado dentro. Que necesitaba limpieza y vendaje. Que podría moverse, pero no mucho.

Y todos asentían. Fingiendo que un disparo en medio de una fiesta se podía "limpiar".

—¿Estamos todos locos o qué? —estallé—. ¡Tienes que ir al hospital, Hugo!

—Los hospitales hacen preguntas, muchas. —aclaró mi padre.

—Estoy bien, Antonella —afirmó, suplicando que no le delatara.

Me mordí la lengua. Quería reñirle, exigirle que me hiciera caso y, si eso no funcionaba, mirarle como sabía que podía y obligarle a obedecer. Pero no, en lugar de eso tenía que mantener la maldita compostura.

Entonces llegaron Lucas y Leo. Sus rostros eran un poema de pánico mal contenido. Lucas se acercó sin decir nada, tomó mi brazo con cuidado. Leo miraba a Hugo, con sorpresa más que con pena.

—¿Estás bien? —preguntó Lucas, afectado.

—Hemos oído los gritos, luego alguien ha dicho que habían disparado a la hija del...—aclaró Leo.

—No —le corté—. Casi, pero no.

—Todos fuera. Ya —ordenó el señor Varela, y nadie rechistó.

Solo se quedó David, el “médico”, que empezó a desplegar un botiquín portátil para sanar la herida.

—No —dijo Hugo, y su voz era de acero—. Antonella se queda.

—Hugo... —murmuró mi padre.

—No es negociable. Es hora de que sepa en qué está metida.

Yo no dije nada.
Solo pensaba en él. En que esa maldita herida dejara de sangrar y yo pudiera volver a respirar.

El sonido de la puerta al cerrarse fue seco.

Nos quedamos solo nosotros tres: Hugo, mi padre y yo. Y David, en un rincón, abriendo gasas y jeringas como si fuera sordo.

Hugo respiraba con dificultad, pero aun así no dejaba de sostenerme la mirada.

—Siéntate, Nell —ordenó con voz grave.

—Prefiero estar de pie —repliqué sin pensar, con esa terquedad que parecía ser ya lo único mío en medio de aquel caos.

Mi padre se pasó la mano por la cara, como si intentara borrar los últimos diez minutos. Pero seguíamos allí. Y la sangre en la camisa de Hugo no mentía.

—Tiene que ver con tu accidente, ¿verdad? —pregunté, sin apartar la mirada de Julián.

Suspiró.

—No es tan sencillo...

—No paras de ocultarme las cosas porque crees que no podré soportarlas —le interrumpí, dolida—. Lo hiciste con mamá y, para cuando me enteré de la verdad, solo tuve un mes para despedirme.

Julián asintió, resignado. Luego se acercó a mí. Me sujetó la mano. La suya temblaba más que la mía.

—Antonella... aquello fue distinto. Esto… solo quiero protegerte. Si te pierdo, ya no tendré nada más. Tu y Hugo sois la familia que me queda.

Agaché la cabeza. El dardo nos dio de lleno. Las dos personas que en aquel momento le estaban engañando a la cara.

—¿Qué tipo de cosas hacen que disparen en una fiesta, papá? —mi voz sonaba fría, pero era puro control.

Por dentro estaba gritando.

David seguía trabajando, limpiando la herida, vendando con firmeza. Hugo apenas se inmutaba. Como si lo que más doliera no fuera la carne, sino todo lo demás.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.