Lo que no deberíamos ser

| De vuelta al paraíso

—¿Qué haces aquí? —apareció Lucas tajante, con el cuerpo bloqueando la entrada.

Hugo ni siquiera lo miró. Solo apoyó una mano en el marco de la puerta, sin dejar de clavar sus ojos en mí.

—He venido a por ella.

—Ya, claro —Lucas se cruzó de brazos—. Estás herido, no deberías ni estar de pie.

—Es lo que tienen los superhéroes —respondió, burlándose sin disimulo—. ¿Te apartas ya?

Yo seguía paralizada, incapaz de reaccionar. Solo lo miraba, todavía sin creer que estuviera allí.

—¿Sabe Julián que estás aquí? —espetó Lucas, avanzando un paso.

—Empieza a meterte en tus asuntos.

—Tal vez, pero está en mi casa, no en la tuya.

—De pura casualidad. No te emociones.

—Basta —solté por fin, con la garganta seca—. Por favor, los dos.

Lucas me miró. Herido. Hugo, en cambio, no hizo ningún gesto.

—Antonella —dijo, esta vez más serio—. No pienso dar explicaciones delante de... —miró a Lucas— ...un espectador innecesario.

—¿De verdad crees que puedes llevártela así? ¿Después de todo?

—Me dispararon por ella. Creo que al menos tengo derecho a una conversación a solas.

Lucas bufó, pero no dijo nada más. Sabía que estaba perdiendo.

Yo dudé. Sabía que, si no me iba con él ahora, no me lo perdonaría.

—No te preocupes —le dije a Lucas con calma—. Te llamaré en cuanto pueda.

Él no respondió. Sabía que intentar convencerme era inútil, más aún cuando se trataba de Hugo.

Salimos al exterior. Avanzamos, él con paso firme, aunque cada movimiento parecía costarle. No pidió ayuda; yo no la ofrecí. No la habría aceptado.

Frente al portal, un coche negro esperaba. Un chófer, discreto y trajeado, abrió la puerta trasera al vernos.

Lo miré, sorprendida.

—¿Desde cuándo tienes chófer? —pregunté, al borde del sarcasmo.

—No te preocupes. Es de confianza, me lo recomendó tu padre —me alertó para que cuidara mis palabras.

Subimos. El interior olía a cuero, a perfume caro y a tensión acumulada. Nos sentamos en el asiento trasero, separados por un abismo invisible.

Yo no podía dejar de mirarlo.

A pesar de la herida, del dolor evidente, estaba perfecto.

Guapo. Impecable en su decadencia. Un caos elegante.

El tipo de hombre que puede acabar por los suelos y seguir siendo el más atractivo de la sala.

Tuve que luchar contra las ganas de tocarlo, de comprobar si estaba realmente allí, si respiraba, si seguía sangrando o cuánto le dolía cada herida.

Quise acercarme. Pero no podía, por el chófer y porque seguía enfadada.

Así que, al menos, rompí el silencio.

—¿Cómo estás?

Él giró lentamente la cabeza hacia mí. Me sostuvo la mirada sin vacilar.

—Creo que ahora empiezo a mejorar.

Suspiré. Apoyé la espalda contra el asiento, exhalando por primera vez en horas.

—Gracias —dije al fin, con la voz rota—. Por interponerte. Por protegerme.

—No iba a dejar que te dispararan delante de mí —respondió con la intensidad de siempre—. El complejo del caballero andante, lo llamabas, ¿no?

Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír. Solo un poco.

Él también sonrió, medio vencido, medio orgulloso.

Así, en silencio, el coche siguió su curso.
Rumbo a su casa.
Con el sol entrando por la ventanilla, empezando un nuevo día casi por obligación.

En diez minutos llegamos a su casa.

Caminé detrás de él sin decir nada, viendo cómo se desabrochaba el primer botón de la camisa. Movimientos lentos, casi rutinarios, si no fuera por la herida que seguía arrastrando.
Yo estaba hecha un caos.

—Me gustaría que no le dijeras a mi padre dónde estoy —exigí rotunda en cuanto entramos por la puerta.

—Ya lo sabe —confesó sin darle importancia.

Chasqueé la lengua, irritada. Claro, debió de avisarle en cuanto entré en el maldito coche.

—No va a venir —aclaró—. Sabe que ahora mismo no vas a escuchar a nadie.

—¿A ti sí?

—Yo no soy nadie.

Suspiré, rendida. En eso tenía razón.

—¿Dónde está Verónica? —pregunté, sin filtros.

Hugo se giró, alzando una ceja.

—Se fue.

—¿Qué significa "se fue"?

—Que no está —su tono fue seco, rotundo.

—¿Su novio está sangrando y ella no se queda a su lado?

—Ya no estamos juntos —soltó con naturalidad.

Me mordí el labio para no sonreír. Lo odié un poco por eso. Por seguir teniéndome incluso cuando no lo intentaba.

—¿Desde cuándo?

—¿Has venido para esto? —cortó abrupto.

Mis ojos se clavaron en los suyos. Pero no dije nada. No podía.

La felicidad repentina que sentí fue tan grande que necesité toneladas de esfuerzo para no demostrarla.

—¿Y ahora qué? —murmuré.

Hugo caminó hasta la barra de la cocina y se sirvió un vaso de agua. Lo bebió de un trago. Luego se giró hacia mí.

—Ahora puedes preguntar lo que quieras.

—¿Y vas a decirme la verdad? Sea lo que sea.

—Depende de lo que preguntes.

Me crucé de brazos. Sentía el cansancio en cada célula de mi cuerpo.

—¿Por qué me mentiste? Cuando pregunté si había algo más detrás del accidente de mi padre… tú lo sabías. Lo sabías y me dijiste que no.

Él no desvió la mirada.

—No estaba seguro.

—¿Y después del viaje a Málaga sí?

—Allí no encontré nada.

—Aun así, sabías que pasaba algo desde el principio —le eché en cara, algo dolida.

—Te mentí, sí.

—¿Y no vas a justificarlo?

—No. Lo volvería a hacer.

—¿Por qué? —pregunté, entre rabia e incredulidad.

—Porque él es mi amigo. Me salvó a mí más veces de las que recuerdo. Lo mínimo que puedo hacer es proteger lo único que le queda: tú.

Me dolió. No solo lo que dijo, sino cómo lo dijo. Estaba claro que su lealtad a mi padre era lo más importante.

—¿Y yo qué? ¿Solo soy una extensión de tu deuda con él?

—No digas estupideces, Antonella —su voz fue más dura de lo que esperaba—. Te quiero viva. Eso es todo.




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