Lo que no deberíamos ser

| Huyendo

La observé en silencio.

Cecilia de la Fuente.

No recordaba haber estado nunca tan cerca de ella, y sin embargo, su rostro me resultaba familiar. De niña la había visto varias veces, siempre impecable, siempre dueña de la situación, siempre con esa clase de elegancia que no necesita vestidos caros ni maquillaje exagerado.

Su cabello, castaño oscuro con algunas hebras grises, estaba recogido en un moño sencillo que le daba un aire aún más sobrio. La piel clara, apenas marcada por el tiempo, y unos ojos grandes, oscuros y atentos, muy distintos a los grises imposibles de su hijo.

Era obvio: Cecilia lo adoptó cuando tan solo tenía siete años.
Aun así, había mucho de ella en él. La manera de sostenerme la mirada, el modo tranquilo pero firme con el que aguardaba mi reacción… era como él.

O, mejor dicho, él era como ella.

—Ha pasado tiempo —dijo al fin, y su voz era suave, agradable, pero con el mismo filo con el que Hugo solía hablar—. La última vez que te vi eras una niña, corriendo por el despacho de tu padre.

Me sorprendí al recordarlo también. Un destello lejano: yo, escondida detrás de un sillón de cuero, mientras dos adultos reían de cualquier cosa que yo no entendía. Y ella, elegante y cercana, inclinándose para decirme que no debía tener miedo.

Asentí, apenas.

—Sí… lo recuerdo.

Sonrió, y esa sonrisa fue cálida, genuina. No había hostilidad en ella.

—Has cambiado mucho. —Sus ojos brillaron con un matiz que no supe descifrar—. Te veo y entiendo por qué mi hijo ha perdido la cabeza.

Me quedé sin saber cómo reaccionar

—No sabía que estaba aquí —alcancé a decir, demasiado rápido, demasiado nerviosa.

Me maldije en silencio. En aquel instante habría matado a Hugo con mis propias manos por no advertírmelo.

Cecilia me miró de arriba abajo, sin disimular. Me abracé los brazos, consciente de la camisa que me quedaba enorme y de los bóxers escondidos bajo el dobladillo.

—No pensaba… —intenté justificarme, con la garganta seca—. Lo de la ropa… bueno… fue todo muy improvisado.

Ella ladeó la cabeza, con una media sonrisa serena.

—Ya lo sé. No te preocupes. Todo se volvió caótico con el disparo, mi hijo desapareció de golpe y yo…

—¿Estaba en la fiesta? No la vi —no pude ocultar mi sorpresa.

—En lugares así prefiero pasar todo lo desapercibida que puedo —continuó, sin perder la calma—. Llevo aquí toda la semana. Vine por su cumpleaños.

Abrí mucho los ojos. Como un puzle mal armado, de golpe encajó la pieza que me faltaba: la noche anterior. La misma en la que Hugo me había dicho con total naturalidad que no importaba si no dormíamos juntos. Que lo importante era que me recuperara. Y yo, creyéndome lista, había celebrado mi habilidad para mentirle.

Cecilia soltó un suspiro breve, casi resignado.
Me quedé en silencio. No tenía argumentos.

Ella cambió de tono, más práctico:

—¿Y dónde está?

—Descansando un poco —respondí, más suave de lo que pretendía.

Las cejas de Cecilia se arquearon con un gesto de sorpresa contenida.

—¿En serio? —dejó escapar una risa corta, suave, pero sincera—. Vaya… sí que tienes poder de convicción.

Me incomodó sentir un calor repentino en las mejillas. No supe si por orgullo o por vergüenza.

Ella volvió a mirarme, esta vez con un matiz distinto. Más perspicaz.

—Julián, deduzco, no sabe nada de todo esto… más que nada porque mi hijo todavía conserva la cabeza sobre los hombros.

El nombre de mi padre entre sus labios fue como un golpe seco en el pecho. Tragué saliva y desvié la vista hacia el suelo.

—No, no sabe nada —admití, bajito.

Cecilia asintió con lentitud, como si hubiera confirmado una sospecha.

—Sabía que le pasaba algo… se comportaba últimamente de una manera esquiva, no quería que viniera a verlo y me daba respuestas cortas. Una madre siempre sabe cuando pasa algo.

El silencio entre nosotras se volvió espeso, incómodo. Pero no había reproche en sus palabras. Solo la certeza de una madre que conocía a su hijo mejor que nadie.

—Tu padre… —siguió ante mi mudez—. No se lo va a tomar nada bien. ¿Cómo está, por cierto? Me enteré del accidente…

Inspiré hondo, incapaz de tragarme lo que me ardía en la lengua. Esa mujer tenía una verdadera habilidad para saltar de un tema a otro sin esfuerzo.

—Mi padre también me ha escondido cosas —solté, con un deje de reproche que no pude disimular.

Los ojos de Cecilia brillaron con un reconocimiento tranquilo, casi como si lo esperara.

—Conociéndolo, no me sorprende —dijo sin titubeos—. Y si lo ha hecho, ha sido por tu bien.

Me tensé de golpe.

—Estoy cansada de escuchar eso —respondí con un suspiro amargo—. Que lo hace por mí, que me protege, que es lo mejor… siempre lo mismo.

Cecilia me sostuvo la mirada. Firme, sin dureza, pero tampoco con indulgencia.

—Es que es la verdad, Antonella. —Su voz no subió ni un tono, pero cada palabra se me clavó hondo—. A veces no hay manera bonita de querer. Y créeme… lo hacemos porque queremos. Porque nos importais demasiado.

No supe qué contestar. Una parte de mí quería rebelarse, gritar que estaba harta de que me trataran como a una niña incapaz. Y otra…sabía que tenía razón.

—Ninguno de los dos quería que las cosas fueran así, se lo aseguro. Y sé que no es la mejor manera, pero…

—No tengo nada en contra de ti —dijo ella con firmeza—. Eres preciosa y joven, y, siendo hija de quien eres, me imagino que también brillante… pero mi hijo tiene un don para meterse en líos. Siempre lo ha tenido.

—¿Eso soy para usted? —pregunté, algo herida—. ¿Un problema?

—No entiendes por dónde voy —replicó con la misma tranquilidad—. Los padres biológicos de Hugo lo dejaron en una gasolinera, como quien olvida un equipaje. Yo estaba trabajando como enfermera en el centro de salud de ese pueblo. Lo trajeron los municipales. Sucio, asustado… y enseguida me tocó el corazón.




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