Lo que no deberíamos ser

| JULIÁN

El reloj marcaba casi las ocho cuando cerré el portátil de golpe.

La paciencia ya se me había agotado.
Una noche entera en vela, para nada.

—Quiero todas las grabaciones de seguridad de esa noche —exigí al jefe de seguridad de la finca, que esperaba de pie frente a mi escritorio—. Entrada, salida, pasillos, jardines… todo. Y si falta un minuto, me lo dices ahora.

El hombre tragó saliva, incómodo.

—Señor… hubo un corte de corriente en una de las cámaras del ala este.

—¿Un corte? —me levanté, apoyando las manos con fuerza sobre la mesa de caoba—. ¿Me tomas por idiota?

El silencio me dio la respuesta.

Lo fulminé con la mirada y lo despaché con un gesto. Tendría que revisarlo todo yo mismo.

El teléfono vibró sobre la mesa.

Un mensaje.

Ramírez, un viejo amigo en la Policía:
"Los Castaño se están moviendo en Valencia. Parece que hay acuerdo con los Ortega. Familia fuerte, mucho dinero. Tuve que hacerme el loco para no levantar sospechas."

Sentí cómo el cansancio me calaba hasta los huesos.

Me pasé las manos por la cara. Otra guerra más. Otro frente.

El recuerdo de hace cuatro años todavía me pesaba como una losa en el pecho.

—Julián… —la voz suave de Camila me sacó de mi tormenta.

Estaba sentada en el sillón junto a la ventana, aguantando sin quejarse. Me miraba con preocupación, intentando ser un apoyo, aunque también la veía agotada.

—Estoy bien —mentí, dejándome caer en la silla.

No lo estaba. Ni de lejos.

—Tienes que descansar un poco —tenía esa mirada dulce con la que intentaba apaciguar mi miedo.

No respondí. El nudo en la garganta era demasiado espeso.

Entonces la puerta se abrió.

Verónica entró. Como si el despacho fuera suyo y no tuviera que llamar.

Iba impecable, como siempre, pero su gesto distante y frío me indicó que las cosas con Hugo no iban precisamente bien. Es más, desde el disparo apenas los había visto juntos.

Sus tacones resonaron sobre la madera. Se paró frente a mi mesa, erguida, con una media sonrisa.

—Siento molestarte —empezó con calma—. Pero creo que es hora de que empieces a ver las cosas como son.

La miré con recelo. Parecía una mujer herida con sed de venganza.

Daba igual lo que quisiera, iba a estar del lado de Hugo fuera lo que fuera.

—No pienso meterme en vuestros asuntos y ahora mismo no tengo tiempo para tonterías.

—Hugo y Antonella están juntos. —Alzó el mentón—. Es más, llevan tiempo riéndose de ti a tus espaldas.

Oí la frase casi a cámara lenta. Era un chiste tan grotesco que solo pude soltar una risa floja.

Camila me miró atenta, como si esperara alguna otra reacción ante semejante estupidez.

—Verónica… —intenté mantener la compostura—. Sé que estás dolida, pero lo que acabas de decir…

—Es cierto —cortó ella, seca, afilada—. ¿No has visto cómo la mira, Julián? ¿En serio?

Negué con la cabeza, y esta vez me reí descaradamente.

—Esto es absurdo. Hugo es casi un segundo padre para ella.

Camila intervino entonces, poniéndose en pie.

—Julián, escúchala, por favor —pidió, tomándose aquello en serio.

Yo abrí todavía más los ojos. Entendía que fueran amigas, pero si de verdad creía que yo iba a ponerme en contra de Hugo a base de mentiras, estaba muy equivocada.

—¿Te has vuelto loca, Camila? —pregunté, más serio.

—Julián… —sonó más dulce que nunca, y se puso frente a mí—. Están todo el día peleándose, como si se odiaran a muerte, pero donde está ella está él y viceversa. ¿No te parece extraño que después del disparo estuviera en casa de Hugo? ¿No se supone que no lo soporta?

—Ha dormido en esa casa más veces de las que piensas —se volvió a meter Verónica con rabia.

—¡Basta! —golpeé la mesa con la mano.

El eco de mi voz llenó la estancia.

Me negaba.
No podía aceptar ni por un segundo aquella posibilidad.
Era Hugo. El chico al que había sacado del barro. El que me había salvado de mí mismo.

Pondría la mano en el fuego por él y después el cuerpo entero si hiciera falta.

—Entiendo que Hugo es un cabrón y lo siento mucho por ti, Verónica, pero estáis cruzando una línea que no voy a permitir. Las dos —señalé a Camila.

Porque no, ni siquiera ella estaría por encima de él.

—¿No te parece casualidad que no quiera saber nada de mí desde que volvió tu hija?

—arremetió de nuevo Verónica.

Me quedé mirándola sin pestañear. La serenidad con la que lo dijo me quemaba más que cualquier grito.

Sentía mi pulso más acelerado que nunca. Sí, podría ser perfectamente una casualidad.

Tenía que serlo.

—No pienso seguir con esta tontería —mascullé, levantándome de golpe—. Hugo no haría algo así. Y Antonella… por Dios, le saca quince años. Es ridículo.

Verónica sonrió de medio lado.

—Claro… porque para ti Hugo es intocable. El perfecto camarada que nunca te fallaría. —Apretó los labios con desprecio—. Pues abre los ojos, porque estás siendo el idiota de la historia.

—¡Cállate! —sentí que la rabia me ardía en el pecho—. ¡Fuera! Y más te vale prepararte, porque cuando le cuente esto a Hugo te echará para siempre de su vida.

Esta vez obedeció, pero Camila, sin embargo, no se echó atrás.

—Julián, escúchame. Si no fuera Hugo, si fuera cualquier otro, ya lo habrías visto. La manera en que se miran, en que se hablan…

Negué con la cabeza, furioso.

—¡La ha visto crecer! —golpeé el escritorio con el puño—. Es mi hija, Camila. Mi hija. Estáis enfermas.

Entonces Verónica sacó algo de su bolso y lo lanzó sobre la mesa.

Un reloj.

Lo reconocí al instante.
Lo llevaba Hugo en la fiesta. Elegante, muy de su estilo.
Incluso lo había comentado aquella noche.
"Bonito reloj", le había dicho yo.
Él solo me sostuvo la mirada con una expresión que no supe descifrar.

Con el pulso acelerado, lo tomé entre las manos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.