El sol apenas empezaba a colarse por las rendijas de las cortinas cuando abrí los ojos. Tenía la cabeza embotada, como si la noche se me hubiera quedado pegada a la piel.
El recuerdo de Hugo, de su sonrisa, de su forma de abrazarme… seguía muy presente en mi piel. Y, al mismo tiempo, ese maldito vacío en el estómago, como si me estuviera precipitando a un sitio del que no había vuelta atrás.
Necesitaba aire, necesitaba sentir otra cosa que no fuera el peso de mi cabeza. Así que me puse el bikini, cogí una toalla y bajé descalza, dejando que el suelo frío me espabilara.
La playa estaba desierta. El agua, tranquila, me recibió como un refugio. Me lancé de golpe, dejando que la sal me limpiara la piel y las ideas. Por un momento conseguí olvidarlo todo: los Castaño, el miedo, mi padre, las mentiras.
Salí del agua despacio, con el cabello pegado al rostro y la toalla rodeándome los hombros.
Hugo estaba en la terraza. Descalzo, con esa camisa blanca entreabierta. Se quedó quieto, mirándome.
Una de sus muchas miradas indescifrables que cada vez me gustaban más.
Caminó hacia mí y tuve que concentrarme en cada gesto para adivinar con qué humor se había levantado aquella mañana.
—Si sigues mirándome así —le solté, tanteando el terreno—, empezaré a confundir tus intenciones.
Su sonrisa fue un dardo directo.
—Tú siempre las confundes. No necesito mirarte para eso.
Rodé los ojos, aunque por dentro lo celebraba.
—No quiero más desplantes ni que me evites como si fuera la peste en los pasillos.
—¿Qué pretendes entonces? —arqueó una ceja con fingida inocencia—. ¿Que te dé la mano y te lleve por la casa como si fueras mi novia?
—¿Eso crees que quiero? —me burlé.
—Venga, Nell, te mueres por ello, como todas.
—Va a ser que no.
Y se rió, de lleno, hiriendo sin piedad mi orgullo propio.
—Arrogante.
—Mentirosa.
La toalla se resbaló de mi hombro y vi cómo su mirada descendía un segundo antes de volver a mis ojos.
Ese gesto bastó para hacerme ver que, detrás de toda su fachada, lo estaba deseando tanto como yo.
Le di la espalda para no delatar mi sonrisa.
—Un día se te va a acabar el chollo de jugar conmigo.
No respondió, solo se acercó, lento, por detrás, y me rodeó con su calor y su maldito olor.
Su boca en mi oído.
—Ese día será cuando tú decidas dejar de perseguirme. Y todos sabemos que eso no va a pasar.
—¿Sabes qué, Hugo? —me giré, atrapando su cuello con mis brazos, usando mi pequeño pero existente poder de seducción—. Dudo que quieras que deje de perseguirte en algún momento de tu vida.
Su gris brilló con luz propia y su boca se curvó en una sonrisa de pura satisfacción que me lo confirmó todo.
Y justo entonces, como un rayo, mi padre irrumpió, subiendo las escaleras desde la arena, con la rabia marcada en cada músculo de su rostro.
No tuve tiempo de reaccionar.
Su puño se estrelló contra la cara de Hugo con una fuerza brutal.
El sonido del impacto resonó en mi cabeza y en mi corazón.
Hugo cayó hacia atrás, a tiempo de agarrarse a la barandilla.
Yo me quedé helada.
No había preguntas.
Lo sabía.
—¡Papá! —grité, adelantándome, intentando interponerme, pero Julián estaba cegado, los puños temblando de pura rabia.
Hugo no se movió, no intentó esquivarlo. Se quedó de pie, con la mandíbula desencajada y la respiración alterada.
—¡¿Cómo pudiste?! —escupió Julián, con la voz rota, el pecho agitándose—. ¡Con mi hija!
Hugo levantó la mirada.
—Deja que te lo explique, no es como tú te piensas.
Antes de que pudiera detenerlo, lanzó otro golpe, más fuerte, más rabioso, que hizo que Hugo trastabillara hacia atrás.
—Intenté con todas mis fuerzas alejarme, te lo juro —dijo, escupiendo algo de sangre—. Aunque no lo creas, lo hice.
Las palabras me atravesaron como cuchillas.
—¡Eras mi hermano! ¡Te lo di todo! ¡No hubieras sido nada sin mí!
—¡Te lo he devuelto con creces, ¿no crees?! —replicó por primera vez—. ¡No lo he buscado, joder! ¡Pasó, sin más!
El puño de Julián voló de nuevo a la cara de su amigo, pero esta vez lo esquivó a tiempo y mi padre cayó al suelo, golpeándose la mano contra la baldosa.
Se levantó todavía más furioso, lo agarró por la camisa y lo empujó contra la pared de la terraza. El tejido crujió bajo sus manos, tensas como garras.
Su rostro quedó a escasos centímetros del de Hugo, y por un instante temí que lo estrangulara allí mismo.
—¿Te crees que voy a dejar que me tomes por imbécil? —le espetó Julián, apretando más—. No has parado hasta meterla en tu cama, como a todas.
El rostro de Hugo se endureció, pero sus ojos brillaban con esa chispa peligrosa que solo sacaba cuando alguien lo desafiaba. Aunque la presión de las manos de mi padre le cortaba la respiración, no apartó la mirada. Al contrario, la sostuvo con su habitual gesto desafiante.
—Suéltame de una puta vez —escupió entre dientes, con la voz grave por la falta de aire—. O empezaré a defenderme yo también, Julián.
—Eres un hijo de puta —gruñó Julián, y lo zarandeó, acercándolo aún más—. ¡Y te has reído de mí en mi cara!
Hugo entonces, con un movimiento seco, apartó las manos de Julián de su camisa. El gesto fue rápido, firme, un aviso de que no iba a permitir más. La marca de los nudillos aún roja en la comisura de su boca, y aun así, no bajaba la barbilla.
—No te confundas —dijo con frialdad—. Yo no me río de ti. Nunca lo haría. Pero por mucho que intente convencerte, no vas a escucharme.
La rabia en los ojos de mi padre se multiplicó.
Lanzó otro puñetazo a su mandíbula y esta vez Hugo no solo lo esquivó, sino que respondió, certero, directo en la cara de su amigo, que se tambaleó soltando un gruñido de pura rabia.
Se recuperó en segundos y me coloqué directamente en medio para frenar aquello de una vez.
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Editado: 05.09.2025