HUGO
Me desperté pronto.
La cabeza me pesaba y cada músculo parecía recordar la pelea de día anterior.
Miré al techo y me pasé la mano por la cara.
Todo se había ido a la mierda.
Fui directo al baño y mi reflejo me devolvió la confirmación: la ceja abierta, el pómulo amoratado, el labio partido. Y detrás de todo eso, lo que no se veía.
El golpe más certero no me lo había dado con el puño, sino con los ojos. Con esa mirada de decepción que todavía me perseguía, con la rabia de quien se siente traicionado en lo más sagrado.
Mi mejor amigo. Mi hermano de otra vida. La única persona que había confiado en mí y a la que no dudé en seguir.
Y, aun así, me redujo a eso: un imbécil que la mete en todas partes.
De todas las cosas que me dijo, esa fue la que más me dolió.
Porque viniendo de él, significaba que no quedaba nada. Que el respeto que un día me tuvo había muerto en ese instante.
Me pasé los dedos por el costado. Apenas dolía ya. El disparo cicatrizaba rápido.
Cerré los ojos, intentando soltar el aire.
Y ahí estaba ella.
Antonella.
La noche entera se repetía como una condena dulce: su boca buscándome, su ligereza después del tequila, la forma en que le gritó a su padre que me quería.
Ese instante lo recordaba con una claridad brutal.
Y, joder, me hacía feliz. Más feliz que nada de lo que había tenido antes.
Como si todo, absolutamente todo, hubiera valido la pena solo por escuchar eso de su voz.
Pero los Castaño seguían ahí, agazapados, esperando. Y con Julián dándome la espalda, no sabía a qué atenerme.
Saqué el teléfono y envié un mensaje, corto, rápido. A un número que no tenía precisamente en favoritos.
Los hermanos Muñoz.
No me gustaba deber favores, mucho menos a ellos, pero cualquier precio era mejor que seguir en la cuerda floja.
Quizá, cuando la tormenta pasara, podría sentarme con Julián y hablar.
Mirarlo a los ojos y explicarle que nunca quise destruirlo, y mucho menos de esa manera.
Abrí los ojos y me quedé mirando mi reflejo un rato más.
Pensé en Antonella otra vez.
En lo difícil que sería alejarme, en lo imposible que era tenerla cerca sin querer quedarme ahí para siempre.
Y en cómo sabía, por mucho que lo negara, que en algún momento acabaría perdiéndola.
Salí de la habitación con los hombros tensos y el cuerpo entumecido.
En la cocina, Lucas y Sofía hablaban en voz baja, con una tostada en cada plato.
Ella levantó la vista y, como siempre, fue la primera en romper el silencio.
—¿Cómo estás? —preguntó, con esa calma serena que la hacía distinta a todos los demás.
Era inteligente, avispada, y no se metía donde no la llamaban.
La mejor becaria que había tenido en años, y justo tenía que hacerse amiga de mi mayor dolor de cabeza.
—Bien —contesté, seco, pero al menos respondí.
Lucas soltó su típica pregunta estúpida:
—¿Cuánto tiempo más vamos a estar aquí?
No le dediqué ni una mirada. No tenía energía para perderla con él.
—¿Y Antonella? —pregunté.
Sofía respondió, con voz tranquila y media sonrisa de complicidad.
—En la playa.
Asentí sin más.
La encontré sentada en la arena, con las piernas cruzadas y la mirada fija en el mar, como si intentara hablarle.
Su cabello, negro carbón, bailaba con la brisa, desordenado y libre, como ella misma.
Me acerqué en silencio y me senté a su lado.
—No creo que esa sea la mejor solución para tus problemas —solté, medio en broma.
No se giró enseguida. Tardó un par de segundos, como si necesitara prepararse para mirarme.
Cuando lo hizo, lo supe al instante: algo había cambiado.
No era la misma Antonella de siempre.
—Ayer bebí mucho —dijo, casi en un susurro.
—Ya lo vi —respondí con una media sonrisa—. Tranquila, no eres la primera que ahoga dolor con alcohol.
Ella giró la cabeza.
Sus ojos estaban fríos, duros. Diferentes.
—Bebí muchísimo, Hugo. Pero me acuerdo de todo.
Mi cuerpo se tensó. Lo suficiente para que ella lo notara.
Pero no respondí. Me limité a mirar el mar, como si lo que acababa de decir no significara nada..
—Dijiste “Lo correcto hubiera sido que nunca te hubiera besado.” —me citó sin levantar la voz—. Pero fui yo quien te besó en tu casa la primera vez —hizo una leve pausa —. A menos que no te estuvieras refiriendo a esa.
Mi pulso se aceleró.
—No sé a dónde quieres ir, Antonella —contesté con fingida ligereza.
Entonces sacó el móvil.
Lo sostuvo en silencio unos segundos, como si me estuviese dando la oportunidad de salir corriendo.
Luego pulsó “play”.
La melodía me cayó encima.
Esa canción.
La de aquella jodida noche de San Juan.
La que me bailó, y bailamos, y prácticamente siguió sonando el resto de la noche.
La misma con la que cometí el error que no me dejaría en paz en años.
Podría haberme reído, haber dicho cualquier chorrada para disimular.
Lo había hecho muchas veces… Pero no.
Esta vez me quedé quieto, callado, mirándola.
Porque había perdido mucho en apenas unas horas.
Porque estaba harto de mirarle a la cara y fingir que no recordaba cada segundo de aquello.
Y ese silencio bastó.
Su mirada se torció en pura rabia.
—Eres un hijo de puta. —Se levantó de golpe, dispuesta a largarse.
La agarré del brazo.
—Antonella…
Se giró con los ojos brillantes de lágrimas.
—Todo este tiempo… ¿Tienes idea de lo que eso significó para mí?
—No lo entiendes —empecé a decir
—¿Para qué mentirme? Dime, llegados a este punto, ¿qué ganabas? —Me apartó con un tirón.
—No quería mentirte, quería olvidarlo —murmuré, más frío de lo que pretendía.
—Por Dios, pasó hace cuatro años —escupió cada palabra con ira—. ¿Qué importaba ya aquello?
#216 en Novela romántica
#6 en Joven Adulto
diferenciadeedad, deseo pasion capricho, traicion atraccion secretos miedo amor
Editado: 05.09.2025