Lo que no deberíamos ser

| JULIÁN

La casa estaba en silencio, pero no era paz.

Era el silencio de la ausencia, del vacío que duele en cada rincón.

Caminé por el salón a oscuras, sin atreverme a encender la luz.

Inevitablemente, pensé en ella.

Luisa.

Ella habría sabido qué hacer.

Siempre supo.

Habría notado antes que algo iba mal, habría olido el peligro en el aire. Yo, en cambio, me convencí de que todo estaba bajo control. De que si no me contaba algo era porque necesitaba espacio.

Mientras tanto, él se la follaba a mis espaldas.

Me dejé caer en el sofá. El dolor era insoportable.

Me quedé ahí, inmóvil, mirando el techo rezando porque todo aquello solo fuera una pesadilla.

Entonces, un golpe en la puerta retumbó como un trueno.

No me moví. Ni siquiera tuve fuerzas para gruñir un “ahora voy”.

Otro golpe, más insistente.

Suspiré, cerré los ojos con rabia.

—Joder… —murmuré, sin ganas de levantarme.

Escuché pasos: Simona.

La oí arrastrar las zapatillas contra el suelo de madera y abrir la puerta.

—¿Sí? —preguntó ella, sorprendida.

El sonido de su voz me hizo incorporarme de golpe.

Hugo.

Mi rabia estalló al instante.

—Fuera. —La voz me salió ronca, pero firme—. O te juro que te mato aquí mismo.

Él no se inmutó, pero sabía, igual que yo, que iba totalmente en serio.

—Tienen a Antonella.

Me paralicé.

—¿Qué has dicho?

—Se fue. —Bajó la mirada un segundo, como si le pesara—. Encontraron su coche abandonado.

Mis piernas empezaron a fallar. Tuve que agarrarme al marco de la puerta para no caer.

—No… —murmuré, sin reconocer mi propia voz—. No puede ser…

Levanté la vista y lo miré con toda la rabia de un padre que lo ha perdido todo.

—Han sido ellos —murmuré para mí mismo.

—He llegado a la misma conclusión.

—Lo último que supe es que estaba en Valencia. Eso es lo único que sé. ¡Nada más!

En un segundo todo se redujo a eso. A salvarla.

No había dolor. Solo ella.

—He pedido ayuda a los Muñoz —dijo él—. Pero necesito todo lo que tengas hasta ahora.

Sentí odio. Y al mismo tiempo, alivio. Como si me hubiera lanzado un salvavidas en mitad del naufragio.

Tuve que hacer un esfuerzo titánico y aparcarlo todo. Al menos de momento.

*****

El reloj avanzaba lento, como si se burlara de nosotros.

Repasamos documentos, correos, fotos… No hacía mucho que había pagado a un investigador para que siguiera los pasos de Cristian, el patriarca de la familia.

Los Castaño no eran solo un cartel de droga: eran una hidra. Tenían tentáculos en los puertos del Mediterráneo, en la policía corrupta, en políticos que se dejaban comprar y en empresarios que blanqueaban su dinero a cambio de silencio. Cristian no aparecía nunca en primera línea; prefería moverse como una sombra, dejando que otros se ensuciaran las manos. Pero todos coincidían en lo mismo: cuando él hablaba, se obedecía. Su nombre bastaba para cerrar bocas, y el miedo era la única moneda que sabía usar.

Hugo pasó las páginas rápido, como si quisiera tragarse toda la información de golpe, hasta que se detuvo en seco.

—Espera. —Su dedo marcaba una foto, tomada a distancia, algo borrosa. Mostraba a Cristian estrechando la mano de un hombre trajeado en la terraza de un restaurante.

Pero Hugo no miraba al centro.

Miraba al fondo.

Apoyado en una moto, medio girado hacia la cámara.

Me quedé clavado en el sitio. ¿Cómo no lo vi antes?

Leo.

El que nunca me cayó bien, el que siempre sobraba en todas partes.

No en primer plano, no con claridad absoluta, pero era él. Su silueta, su forma de sostener el casco…

Era absolutamente imposible que aquello fuera una coincidencia.

—Joder —Hugo cerró la carpeta con un golpe seco.

Y en ese instante los dos lo tuvimos claro.

Ya sabíamos a quién debían buscar los Muñoz.

Las siguientes horas fueron una auténtica tortura. Esa nueva información había adelantado mucho el trabajo del dúo, pero todavía teníamos que esperar noticias.

Lo que antes hubiera sido un momento de apoyo y comprensión se había convertido en un silencio incómodo y cortante.

No quería mirarle, pero lo hice.

Pensé en lo que había significado para mí. En lo que habíamos sido. En cómo lo perdí todo de golpe.

Y en lo jodidamente extraño que era volver a tenerlo allí, aunque fuera solo porque ambos queríamos lo mismo: encontrarla.

Hugo habló, al cabo de mucho rato, rompiendo el silencio:

—No lo busqué. No fue algo que planeé. —Respiró hondo, frotándose la cara—. Me conoces, sabes lo que eres para mí.

Levanté la cabeza.

—Era —corregí, amargo—. Y los dos sabemos que tú no eres el tipo de hombre que se quede con las ganas de nada.

—Hablas como si Antonella fuera alguien a quien puedes manipular o engañar con palabras bonitas.

Me levanté de golpe, encarando a Hugo.

—¡No quiero que la menciones! ¡Para ti será un polvo más, pero es mi maldita hija!

—¡Ese es el problema Julián! ¡No es un polvo! ¡La quiero! Y si el odio no te cegara verías que esto no tiene por qué ser tan difícil.

Lo miré con sorpresa, porque nunca pensé oírle decirlo. Y por un segundo vacilé y quise creerlo.

Pero la herida era demasiado grande.

—Tú no sabes querer, Hugo —dije despacio, cada palabra como un martillazo—. Eres un cabrón arrogante que dejó de tener sentimientos a los siete años.

Él apretó los labios, asimilando el golpe.

—Cuando la encuentre estaremos en paz —seguí—. Y más te vale que no tenga que volver a ver tu cara nunca más. O te juro que esa vez no me detendré ante nada.

Antes de poder oír su respuesta sonó su teléfono. Contestó, escuchó unos segundos y colgó.

—No la tienen. —Me miró fijo, como si nada hubiera pasado—. Pero hay un contacto. Alguien que puede llevarnos a los Castaño.




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