Lo que no deberíamos ser

| Traición

El coche olía a cuero nuevo.

Era la primera vez que veía a Leo conducir un coche, y eso, de pronto, me pareció realmente extraño.

Tenía las ventanillas un poco bajadas, y el aire de la carretera ayudaba a refrescar, pero aun así me asfixiaba de calor. Me ardía la piel y la cabeza.

—¿Cómo estás? —me preguntó, algo forzado—. Tenías muy mala cara.

Lo miré de reojo. Sonreía, diferente, pero lo hacía.

—He estado mejor —murmuré, apoyando la frente en el cristal.

—¿Qué ha pasado? —insistió—. ¿Por qué estabas ahí sola?

Encogí los hombros. No tenía ganas de hablar de nada, y menos con él.

—Se han complicado las cosas.

—¿Y Hugo? —continuó—. ¿Estabais juntos no?

Me giré un poco, desconfiada.

—No… quiero decir… ahora no.

Él asintió, pero no parecía conforme.

—¿Y tu padre? —preguntó al fin, con una calma que me heló la sangre—. ¿Dónde está Julián?

Ahí lo sentí. Como un clic en mi cabeza. Una alarma.

¿Por qué coño Leo estaba tan interesado en mi padre?

¿Y qué narices hacía en aquel pueblo?

Tragué saliva y traté de disimular.

—¿Mi padre? Ni idea. No tengo ni ganas de verlo.

Me forcé a sonreír, como si la conversación no significara nada.

—Mira, Leo, mejor déjame aquí. He visto el coche del guardaespaldas, y si me ve contigo se va a pensar lo peor.

Esperaba que se pusiera nervioso, que frenara, que soltara alguna broma.

Pero lo que hizo fue cerrar los seguros de las puertas y subir las ventanillas. Encerrándome en varios sentidos.

—Lo siento, Antonella. Ya no es posible.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Qué haces? —pregunté, con la voz temblorosa.

Él apretó el volante con fuerza. Su sonrisa desapareció.

—Tienes que acompañarme a un sitio.

—No pienso ir a ningún lado —espeté, notando cómo el pánico me subía a la garganta.

Giró la cabeza un segundo, y sus ojos me resultaron completamente ajenos. Sacó un arma, pequeña, muy bien escondida, y aquel cañón negro me aclaró que aquello era peor de lo que parecía.

—Vendrás, y como se te ocurra hacer alguna tontería, acabarás peor de lo que te imaginas.

Era como si el suelo se abriera bajo mis pies.

Nada tenía sentido.

Leo.

Mi Leo.

Al que conocí nada más bajar del avión… Y que, a pesar de mi rechazo, siguió cerca de mí sin que tuviera ningún sentido.

Cerca de mí sin que yo se lo pidiera…siempre ahí...

Había caído.

Como una tonta.

En una trampa absurda, pensada con rapidez.

Demasiado evidente… demasiado fácil.

Media hora después, el coche se detuvo frente a una casa de campo rodeada de terreno baldío. Ni una luz, ni un alma. Solo sombras.

Leo me obligó a bajar, sujetándome del brazo con una fuerza que nunca le había visto.

—¡Suéltame! —grité, intentando zafarme.

Me empujó hacia dentro sin escucharme, y, en cuanto cruzamos la puerta, me ató las manos con una cuerda áspera.

—Leo, por favor —intenté hacerlo entrar en razón—. Piensa las cosas, esto no va a acabar bien… sea lo que sea lo que quieras.

—Oh, Antonella, de ti no quiero nada —se burló, seguro.

Me sentó en una silla de madera y me amarró a los brazos y las patas como si fuera un paquete.

—Si vas a pegarme un tiro, hazlo ya —escupí, con más rabia que valentía.

Él se inclinó sobre mí, con un brillo oscuro en los ojos.

—No puedo. Yo solo cumplo órdenes.

—¿Órdenes? ¿De quién? —pregunté, confundida.

Me miró con una sonrisa de suficiencia, y até cabos.

Los Castaño. Habían estado entre nosotros desde el principio. Justo delante de mis narices.

—Leo, por favor. La cantidad que te paguen puedo duplicarla.

Soltó una carcajada que me erizó la piel.

—No es solo dinero, Antonella, es poder, protección… formar parte de algo —me acarició la mejilla, provocándome ganas de vomitar—. Si te portas bien con ellos, serán indulgentes, te lo aseguro.

—Te van a matar por esto. Recuérdalo.

—Cállate —gruñó, apretando los nudos, pero al menos se alejó de mí.

El miedo bloqueaba mi mente y, por primera vez en mi vida, me quedé callada, asustada y débil.

Las horas se hicieron eternas. Leo, tirado en el sillón viendo la televisión; yo, probando los nudos una y otra vez, buscando cualquier resquicio para escapar.

—Necesito ir al baño —le pedí al fin.

Él me fulminó con la mirada.

—Ni lo sueñes.

—Muy bien, pues cuando llegue tu jefe me verá cubierta de orín y el suelo de su casa oliendo de maravilla. —insistí, conteniendo el temblor de mi voz.

Con un resoplido, me levantó a regañadientes y me llevó hasta la puerta del pasillo. En ese instante, le clavé el codo en las costillas y salí corriendo.

Abrí la puerta principal de un tirón.

Y choqué de frente.

Un hombre enorme, con pendientes brillantes, cadenas de oro, ropa cara y la sonrisa cruel de quien ya ha ganado.

—Antonella —sonrió, mostrando algunos dientes de plata—. Por fin nos vemos en persona. Soy Cristian.

Le escupí. Por impotencia, por odio, porque sabía que ya no tenía escapatoria.

El bofetón llegó antes de que pudiera hablar. Me estalló en la mejilla y me tiró al suelo.

Me volvieron a meter a empujones en la casa, y me dejé caer de nuevo en la silla. Derrotada.

—Ahora que entiendes cómo van las cosas —dijo, con una calma que me heló—. Dime, ¿dónde está tu padre?

Cerré los ojos unos instantes, como si eso pudiera cambiar algo.

Deseando abrir los ojos y estar en mi cama, en mi casa, con mi familia de nuevo.

—No lo sé —confesé.

Él rió, incrédulo.

—¿Y crees que me voy a tragar eso?

Me agarró de la barbilla con una mano enorme, forzándome a mirarlo.

—De ti me voy a encargar en cuanto pueda —me amenazó con un aliento asqueroso—. Pero antes quiero saber dónde está y asegurarme de que lo vea.

Tragué saliva.




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