A veces el dolor no grita, solo se queda ahí, quieto, escondido entre los recuerdos que uno intenta no tocar. La infancia, esa etapa que debería ser abrigo y ternura, a veces se convierte en un lugar frío, lleno de silencios que pesan más que los gritos. Ella aprendió demasiado pronto a no llorar, a no pedir, a no molestar. Se hizo fuerte sin quererlo, porque ser fuerte era la única forma de sobrevivir en un mundo donde no había espacio para su fragilidad. Y aunque el tiempo pasó, el eco de ese vacío aún se siente cuando cierra los ojos.
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