Lo más desgarrador no fueron los gritos ni las ausencias, sino la indiferencia. Ese mirar a través de ella como si no existiera. No recordar su cumpleaños, no preguntar cómo se sentía, no abrazarla cuando temblaba por dentro. Crecer sin el calor de unos brazos que digan “estoy aquí” la dejó con una herida invisible, pero constante, como una grieta que no se ve pero lo parte todo. Se preguntaba, en silencio, qué tan difícil era amarla. Si acaso había nacido con algo roto. Porque una parte suya siempre creyó que si no la amaron sus propios padres, entonces… ¿quién podría hacerlo? Aprendió a callar el dolor, a volverse pequeña en los rincones, como si así doliera menos. Pero el alma de una niña no debería acostumbrarse al abandono.
---