A veces me quedaba despierta, mirando el techo, imaginando cómo sería tener una madre que me acariciara el cabello antes de dormir, o un padre que me mirara con orgullo y no con fastidio. Pero esos eran solo sueños, y soñar también dolía. Porque al despertar, todo seguía igual: una casa llena de voces frías, de puertas cerradas, de afectos que nunca llegaron.
Se volvió experta en fingir que no le importaba, en ocultar el nudo en la garganta con una sonrisa prestada. Nadie sabía cuántas veces quiso gritar “mírenme”, “quiéranme”, “abrácenme”, aunque fuera solo una vez. Pero las palabras nunca salieron. Aprendió que en esa casa, sentir era peligroso, y necesitar amor, un lujo que no se podía permitir.
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