Se convirtió en una niña que cargaba demasiado. No con juguetes ni libros, sino con silencios pesados, con preguntas sin respuesta, con el frío de no tener a dónde correr cuando todo dolía. Mientras otros niños dibujaban casas con corazones en las ventanas, ella dibujaba nubes grises y personas sin rostro. Le costaba imaginar lo que nunca tuvo. En la escuela fingía estar bien, respondía lo justo, sonreía cuando le hablaban, pero por dentro sentía que algo en ella estaba mal construido. Que había nacido con una falla invisible, esa que hacía que nadie la abrazara, que nadie se quedara. Cada vez que veía a una madre besar la frente de su hijo o a un padre levantando en brazos a su niña, algo dentro de ella se rompía un poco más. Pero no decía nada. Se tragaba el llanto, como lo había aprendido en casa: en silencio, a escondidas, apretando los puños y el corazón.