Empezé a refugiarme en mi mundo interno, donde nadie gritaba y donde el amor, aunque inventado, existía. Se hablaba a sí misma en voz baja por las noches, como si esas palabras pudieran llenar el vacío que los demás dejaron. Se aferró a pequeñas cosas: el sonido de la lluvia, el olor de los libros viejos, la manera en que el sol entraba por la ventana algunas mañanas. Detalles diminutos que, para ella, eran todo. Porque cuando no tienes amor, te vuelves experta en buscar luz en las grietas. Nunca pidió demasiado, solo quería sentirse vista. Escuchada. Amada. Pero aprendió que, en su casa, la ternura era un idioma desconocido, y su corazón, una tierra que nadie quiso habitar. Así fue creciendo: callada, con una tristeza mansa que se pegaba a su piel como una segunda sombra.