Llegó la adolescencia, pero las heridas de la infancia no se quedaron atrás. No desaparecieron con los años, solo se hicieron más profundas, más silenciosas. Iban con ella a todas partes, como un eco que nunca dejaba de repetirse: “no eres suficiente, no eres digna, no mereces amor.” Era una adolescente con sonrisa rota, con ojos que ya habían visto demasiado y un corazón que seguía esperando lo que nunca llegó. Empezó a buscar afuera lo que no recibió en casa: miradas que la validaran, palabras que la hicieran sentir especial, abrazos que le enseñaran cómo se sentía estar a salvo. Pero muchas veces, en lugar de amor, encontró más vacío. Porque una parte suya ya estaba convencida de que no merecía ser cuidada. Aceptaba migajas, se aferraba a personas que no sabían quererla, repitiendo el mismo abandono, con otros rostros. Nadie veía a la niña herida detrás de sus ojos, esa que aún se preguntaba por qué nunca fue suficiente para ser amada por quienes se suponía que debían enseñarle lo que era el amor.