Le costaba confiar, pero más aún, le costaba creerse valiosa. Sentía que en cualquier momento las personas se irían, como siempre pasó. Por eso, en sus amistades caminaba con cautela, entregaba poco, y al mismo tiempo, lo daba todo. Tenía miedo de molestar, de ser “demasiado” o “muy poco”. Se disculpaba por existir, por sentir, por necesitar. Siempre en un rincón, siempre dudando si su presencia era bienvenida. Cuando alguien la trataba con cariño, no sabía cómo recibirlo. Se tensaba, esperando que, tarde o temprano, ese afecto desapareciera, como todo en su vida. Y muchas veces, desaparecía. Porque no sabía poner límites, porque confundía amor con sacrificio, y se entregaba por completo esperando ser elegida… pero terminaba vacía. Se callaba cuando algo dolía, se reía cuando quería llorar, y aceptaba el mínimo gesto como si fuera un regalo inmenso. En el fondo, aún era esa niña que solo quería que alguien se quedara.
Y su autoestima... era casi inexistente. Se miraba al espejo con dureza, repitiéndose sin darse cuenta las mismas frases que escuchó de pequeña: “no sirves”, “no haces nada bien”, “nadie te va a querer así.” Aprendió a juzgarse con los ojos de quienes nunca la supieron mirar con amor. Se convirtió en su peor juez, esperando siempre el rechazo, saboteando lo bueno, convencida de que no lo merecía.