Crecí creyendo que el amor se ganaba. Que si era obediente, si no causaba problemas, si hacía todo lo que mi mamá pedía —sin rechistar, sin llorar, sin reclamar— entonces, tal vez algún día, ella la miraría con orgullo. Que bastaba con esforzarse un poco más, ser un poco mejor, callar más fuerte, brillar sin hacer ruido. Pero ese día nunca llegó. Nunca hubo un “estoy orgullosa de ti”. Nunca un abrazo sincero, una palabra que sanara. Solo exigencias, comparaciones, y ese vacío cada vez más grande que no dejaba de doler.
Y así, sin saberlo, repitió esa búsqueda en todas sus relaciones. Amaba creyendo que debía ganarse el cariño de los demás. Se moldeaba a lo que el otro necesitaba, se olvidaba de sí misma por encajar, por merecer un espacio. Era capaz de darlo todo —tiempo, cuerpo, alma— con la esperanza de que alguien, al fin, la eligiera y no se fuera. Pero una parte suya seguía siendo la misma niña rota, buscando la aprobación que nunca recibió. Por eso aceptaba menos de lo que merecía. Por eso dolía tanto cuando la ignoraban, cuando no la valoraban. Porque sentía que no importaba cuánto hiciera, cuánto se entregara, el amor siempre terminaba dándole la espalda. Justo como su madre.