La ausencia de mi padre no fue solo física, fue una ausencia que dolía más por lo que estaba y no estaba al mismo tiempo. Porque él no se fue del todo, pero nunca estuvo de verdad. Era una sombra en la casa, una presencia fría que solo hablaba para herir. No era necesario que gritara, bastaba con una mirada de desdén, con esas palabras que se le quedaron tatuadas en el alma: “Nunca debiste haber nacido.” Lo dijo una vez, sin pensarlo, quizás hasta con rabia… pero para mi fue una sentencia. Tenía apenas 16 años y desde entonces se creí un error.
¿Cómo puede una niña levantarse después de eso? ¿Cómo seguir creciendo cuando quien debería protegerme te hace sentir como una carga, como un estorbo? Desde entonces viví con la culpa de existir. Pensaba que, tal vez, si hubiera sido diferente —más bonita, más callada, más perfecta— él me habría amado. Pero no fue así. Crecí preguntándome qué tan mal podía estar el mundo para que hasta su propio padre deseara que no existiera. Y esas palabras se volvieron su voz interna: cada vez que fallaba, cada vez que la rechazaban, ahí estaban, susurrándole que tal vez él tenía razón. Que no merecía nada.