Desde aquel día, aunque el mundo siguiera girando, algo dentro de mi se detuvo. Empezé a vivir con una vergüenza silenciosa, como si mí sola existencia fuera una molestia. Esa frase —"nunca debiste haber nacido"— se convirtió en una herida abierta, una que no sangraba por fuera, pero supuraba cada vez que intentaba amarse, cada vez que intentaba creerse merecedora de algo bueno. Empezó a dudar de sí misma en todo: en su forma de hablar, de vestir, de pensar, de sentir. Caminaba por la vida con la sensación de que no encajaba en ningún lugar, como si siempre estuviera de más.
Cuando alguien le ofrecía cariño, no sabía qué hacer con eso. Su mente, entrenada en el rechazo, le susurraba que no era real, que en cualquier momento la abandonarían. Y muchas veces, por miedo a que la dejaran, se adelantaba: se alejaba, se cerraba, se volvía distante… todo para no tener que revivir el dolor de no ser elegida. Y si la rechazaban, aunque fuera por una razón ajena a ella, sentía que lo merecía. Que estaba volviendo a recibir lo que desde niña creyó que era su destino.
Le costaba mirarse al espejo. No porque no le gustara su reflejo, sino porque no sabía cómo amar a alguien que toda su vida fue tratada como un error. Quería olvidarlo, pero el dolor no se va cuando uno lo esconde. Vivía con esa frase pegada a la piel, como una marca que nadie más veía pero que lo condicionaba todo: sus decisiones, su forma de hablar, su necesidad de agradar, su incapacidad de poner límites, su constante miedo a molestar, a no ser suficiente.
Y así, sin darse cuenta, pasaba los días buscando un amor que llenara el vacío, sin saber que el primer amor que le faltaba… era el suyo propio.