Lo que no sabes de mi.

Su muerte.

Después de que mí abuela se fue, el mundo se volvió más silencioso. No ese silencio tranquilo que da paz, sino el que retumba, el que pesa, el que grita en las noches donde no hay nadie a quien llamar. El vacío que dejó Ana no era solo físico… era un hueco en el alma. Ya no estaba esa voz que la calmaba, esa mano que acariciaba su pelo cuando el mundo la rompía. Nadie volvió a decirle “todo estará bien” y hacer que realmente lo creyera.

Le costaba respirar algunos días. Se me llenaban los ojos de lágrimas sin motivo aparente, aunque en el fondo sí sabía por qué: porque todo dolía más sin ella. Porque cuando el resto del mundo parecía indiferente, mi abuela siempre había estado ahí. Era el único lugar donde no tenía que fingir. Donde podía ser niña. Donde podía llorar sin miedo. Ahora todo eso se había ido.

A veces la buscaba sin querer: se sorprendía a punto de marcarle por teléfono, o guardando algo para contarle después… hasta recordar que ya no había un “después”. Caminaba por la casa sintiendo su ausencia en cada rincón: en la silla vacía, en el aroma que ya empezaba a desvanecerse de las cosas, en ese silencio que antes era compañía y ahora era soledad.

La culpa también dolía. Porque pensaba en las veces que no pude decirle “te amo”, las veces que la empujó sin querer, encerrada en su propio dolor. Y ahora que Ana no estaba, deseaba tener una última oportunidad. Un minuto. Un abrazo. Un perdón. Pero ya no quedaba más que el recuerdo. Y a veces los recuerdos, por muy hermosos que sean, no alcanzan para llenar la ausencia.




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